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jueves, 3 de julio de 2008

PARA PENAR LOS OLVIDOS, Gilberto Ramírez Santacruz

A Martín Almada

Yo no quiero olvidar las penas,
Yo quiero penar los olvidos.
Yo no quiero cantar condenas,
Sino condenar asesinos.


Yo no quiero soñar la vida,
Yo quiero vivir soñando.
Yo no quiero sembrar herida,

Sino restañarla luchando.

No quiero matar la justicia,

Sino ajusticiar la muerte.
Ni quiero callar la injusticia,
Sino castigar delincuentes.

No quiero hacer un futuro
Donde el pasado se repita;
Porque quiero estar seguro
De que la lucha no termina.


Yo a los héroes no culpo,
Que cayeron por la libertad.
Pero repudio el indulto
Que libera a la crueldad.

Yo no quiero olvidar las penas,
Yo quiero penar los olvidos.
Yo no quiero cantar condenas,

Sino condenar asesinos.

Gilberto Ramírez Santacruz,
Paraguay

miércoles, 2 de julio de 2008

EL ARGENTINO QUE SE HIZO QUERER DE TODOS, Gabriel García Márquez




Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados. A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible. Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de Mantequilla Nápoles. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo. Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también los que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural y, al mismo tiempo, tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer. Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean-Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre peloteros más mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande. Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. Años después, cuando ya éramos viejos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a si mismo en uno de los cuentos mejor acabados -El otro cielo-, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo. Cortázar lo describió así: "Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija. La cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y se rehúsa a dar el paso que lo devolverá a la vigilia." Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera percibido una interpelación semejante. Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En las muchas que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con la que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez. Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elegías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.

Gabriel García Márquez ,
Colombia


martes, 1 de julio de 2008

NADIE SABE CÓMO DEBE SER UN CUENTO, Augusto Monterroso




Si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos. Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos. Pero no tantos: seis en nueve años, ocho en doce. Y así. Los cuentos que uno escribe no pueden ser muchos. Existen tres, cuatro o cinco temas; algunos dicen que siete. Con esos debe trabajarse.


Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. Diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota y nada más odioso que las anécdotas demasiado visibles, escritas o conversadas.


La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.


Augusto Monterroso, Guatemala

lunes, 30 de junio de 2008

NACÍ EN UN PAÍS CUYA HISTORIA FUSTIGA, Rosina Valcárcel



a Timoteo Atoche


Nací en un país cuya historia fustiga

Entre sueños de pólvora y libertad

Cien cerros amontonados de muertos

Andinos, mestizos, amazónicos

Pálidos, afrodescendientes

Los claros ojos indefensos

Los bellos cuerpos firmes

Aplastados como animales

En las cárceles sin luz

¿Lurigancho y El Frontón?

¿Junio e invierno?

La lúgubre capital escupida

Nuestro corazón deshecho

Un inmenso río con olor de retamas

Cubiertas de sangre y fuego

Un yaraví a lo lejos

Dos danzantes de tijeras

Una canción popular

Piedra y acero

La hoz y el martillo

Y esta carta diminuta ardiendo.




Rosina Valcárcel,

Perú




domingo, 29 de junio de 2008

FRAGMENTOS DE UNA ALABANZA INCONCLUSA, Eduardo Chirinos



Debe haber un poema que hable de ti,
Un poema que habite algún espacio donde pueda hablarte sin cerrar los ojos,
Sin llegar necesariamente a la tristeza.
Debe haber un poema que hable de ti y de mí.
Un poema intenso, como el mar,
Azul y reposado en las mañanas, oscuro y erizado por las noches
Irrespetuoso en el orden de las cosas, como el mar
Que cobija a los peces y cobija también a las estrellas.
Deseo para ti el sencillo equilibrio del mar, su profundidad y su silencio,
Su inmensidad y su belleza.
Para ti un poema transparente, sin palabras difíciles que no puedas entender,
Un poema silencioso que recuerdes sin esfuerzo
Y sea tierno y frágil como la flor que no me atreví a enredar alguna vez en tu cabello.
Pero qué difícil es la flor si apenas la separamos del tallo dura apenas unas horas,
Qué difícil es el mar si apenas le tocamos se marcha lentamente y vuelve al rato con inesperada furia.
No, no quiero eso para ti.
Quiero un poema que golpee tu almohada en horas de la noche,
Un poema donde pueda hallarte dormida, sin memoria
Sin pasado posible que te altere.
Desde que te conozco voy en busca de ese poema,
Ya es de noche.
Los relojes se detienen cansados en su marcha,
La música se suspende en un hilo donde cuelga tristemente tu recuerdo.
Ahora pienso en ti y pienso
Que después de todo conocerte no ha sido tan difícil como escribir este poema.


Eduardo Chirinos,
Perú

sábado, 28 de junio de 2008

EL PODER DE LA PALABRA, Gilberto Ramírez Santacruz


Si digo pan
Y mi poema no convoca
A los hambrientos a la mesa,
Es porque la palabra ya no sirve
Y la poesía exige otro lenguaje.

Si digo amor
Y mi poema no provoca
Una tormenta de besos y canciones,
Es porque la palabra perdió su magia
Y la poesía debe buscar una nueva voz.

Si digo vida
Y mi poema no revienta
Un alba de luceros y primaveras,
Es porque la palabra quedó sin dioses

Y la poesía debe estar al servicio del hombre.

Si digo libertad

Y mi poema no revoluciona
La conciencia de los sedientos de paz,
Es porque la palabra dejó de ser instrumento

Y la poesía está obligada a cambiar de poetas.

Gilberto Ramírez Santacruz,
Paraguay


viernes, 27 de junio de 2008

ALLENDE, Mario Benedetti



Para matar al hombre de la paz
Para golpear su frente limpia de pesadillas
Tuvieron que convertirse en pesadilla
Para vencer al hombre de la paz
Tuvieron que congregar todos los odios
Y además los aviones y los tanques
Para abatir al hombre de la paz
Tuvieron que bombardearlo hacerlo llama
Porque el hombre de la paz era una fortaleza



Para matar al hombre de la paz
Tuvieron que desatar la guerra turbia
Para vencer al hombre de la paz
Y acallar su voz modesta y taladrante
Tuvieron que empujar el terror hasta el abismo
Y matar más para seguir matando
Para abatir al hombre de la paz
Tuvieron que asesinarlo muchas veces
Porque el hombre de la paz era una fortaleza



Para matar al hombre de la paz
Tuvieron que imaginar que era una tropa
Una armada una hueste una brigada
Tuvieron que creer que era otro ejército
Pero el hombre de la paz era tan sólo un pueblo
Y tenía en sus manos un fusil y un mandato
Y eran necesarios más tanques más rencores
Más bombas más aviones más oprobios
Porque el hombre de la paz era una fortaleza



Para matar al hombre de la paz
Para golpear su frente limpia de pesadillas
Tuvieron que convertirse en pesadilla
Para vencer al hombre de la paz
Tuvieron que afiliarse para siempre a la muerte
Matar y matar más para seguir matando
Y condenarse a la blindada soledad
Para matar al hombre que era un pueblo
Tuvieron que quedarse sin el pueblo


Mario Benedetti,
Uruguay


(Texto proporcionado por Rosina Valcárcel).