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jueves, 25 de septiembre de 2008

CRÍTICA AL “DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA” Silvina Bullrich

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.




1. “Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov- como en Dios mismo”. Cabe preguntarse hasta qué altura de la vida o de la obra supone Quiroga que debemos aceptar influencias extrañas y cuándo tenemos derechos a sentirnos maestros a nuestra vez, aunque sólo sea maestros de nosotros mismos. Ningún artista puede aceptar este consejo sin rebelarse un poco, pues su mayor ambición es volar con sus propias alas. Por otra parte ¿en qué maestro creyó Quiroga? Tengo la impresión de que en varios. Pues si bien sus cuentos misioneros acusan alguna influencia de Kipling o de Poe, en otros, como en “Los Perseguidos”, por ejemplo, vemos asomar a Maupassant, pero no al perfecto cuentista de “Bola de Sebo”, respetuoso del tiempo del lector, resuelto a captarse su simpatía y a despertar su emoción al mismo tiempo que su sorpresa, sino al de sus cuentos menores como “A Caballo”, “La Cama”, “El Loco”, etc.
2. “Cree que tu arte es una cima inaccesible, no sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo”. Este segundo mandamiento no se presta a mayores comentarios, pues es una redundancia del primero, aunque menos admisible. Nadie escribiría una línea si no pensara que tiene algo que decir distinto (y sin duda superior) de sus maestros. Toda persona con personalidad se siente singular, cuanto más aquel que tiene vocación creadora. Por fuerte que sea el mandato interior de escribir, creo que todos terminaríamos por dominarlo si no supusiéramos que una página, una frase, puede aportar algo al panorama cultural del mundo, de nuestro país o de nuestra aldea.
3. “Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia”. Temo que este tercer mandamiento contradiga a los demás aunque al mismo tiempo los resume y los justifica. Aceptar la frase de Bufón, con una aligera variante, ya es señalar un rumbo acertado a los jóvenes cuentistas a quienes se dirige.
4. “Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón”. ¿Es acaso el triunfo lo más importante en una obra literaria? ¿No conocemos fracasos más gloriosos que muchos éxitos y no suele el escritor avergonzarse un poco de la popularidad cuando ésta se convierte (resultado inevitable) en un manoseo de su obra? Personalmente me gusta más la estrofa de Almafuerte “Pero yo también creo que la derrota - merece sus laureles y arcos triunfales – cualquier dolor que sea siempre rebota – sobre el alma futura de los mortales”. La vida de Quiroga fue toda entera una derrota y por eso su obra cobró fuerza y perdura.
Y ahora llegamos al quinto mandamiento, el único verdaderamente esencial a mi modo de ver para guiar a un joven cuentista:
5. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas”. El factor sorpresivo del final suele ser el gran acierto de muchos cuentistas, entre los nuestros: Borges o Dalmiro Sáenz. Podríamos decir que los cuentos más perfectos son los que conducen al lector, en medio de una confortable desorientación, hacia el final previsto por el autor. Y he aquí, tal vez, la diferencia fundamental entre la técnica del cuento y la de la novela. El cuento no puede dejar el final librado al azar, por el contrario depende casi totalmente de él. La novela puede permitirse infinitas libertades, la de tener un desenlace equívoco, la de no tener ninguno, o dejarlo al gusto del lector e incluso la de ir tejiendo su final como el destino, ciegamente, al azar de su construcción. No me refiero por supuesto a la novela policial. Pero sigamos con el decálogo del perfecto cuentista.
6. “Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: ‘desde el río soplaba un viento frío’, no hay en lengua humana (en lengua castellana habrá querido decir) más palabras que las apuntadas para expresarlas. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes”. Quizá sea éste el más caprichoso y el más discutible de los mandamientos, pues no se tergiversaría mucho la realidad buscada poniendo “helado” en vez de frío y evitando así una rima que puede no molestar a Quiroga pero sí al lector, y acaso a los críticos. No me parece un exceso de severidad recomendar a los jóvenes que eviten este tipo de consonancias; no olvidemos que el hombre busca por su naturaleza el camino más fácil o que es preferible darle reglas rígidas aunque las tergiverse sin cometer pecados mortales, que darle leyes elásticas que son a la larga las culpables de los estilos desgreñados.
7. “No adjetives sin necesidad. Inútil serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él sólo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo”. El consejo es sano pero no infalible, hay estilos que descansan en gran parte sobre los adjetivos. El adjetivo imprevisto y contradictorio de Borges; el adjetivo casi siempre más fuerte que el sustantivo de la obra Mallea, el adjetivo humilde y exacto de Maupassant y el que ayuda en Poe a la obra de terror. Pues, ¿qué quiere decir exactamente la expresión: sin necesidad? La necesidad de adjetivar es privativa de cada escritor; sería como querer reglamentar la necesidad de usar dos adjetivos en vez de uno o hasta de determinar la necesidad de escribir en sí misma. Por otra parte, los consejos son más fáciles de dar que de seguir. Tomo al azar un cuento de Quiroga, “La Llama”, y leo un párrafo: “Berenice tuvo al día siguiente uno de sus extraños ataques y ante mis serios temores por esa sensibilidad profundamente enfermiza, la madre sacudió la cabeza”. En tres fases hay al menos dos adjetivos suprimibles: hubiéramos comprendido lo mismo, puesto que ya estábamos al tanto, que los ataques eran extraños sin agregar el adjetivo y que los temores eran serios.
8. “Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta aunque no lo sea”. Esta última frase sorprende en un escritor tan auténtico como Quiroga y debilita el consejo importante, quizá el más importante del Decálogo. Pues nadie puede discutir que no sea un acierto llevar el personaje y la anécdota firmemente hasta el final. Así el cuento es, en cierto modo más perfecto que la novela, pues no admite licencias. Por supuesto que estas recetas hacen del cuento un oficio más o menos fácil o difícil de aprender y que la misma libertad de la novela (como toda libertad), aumenta sus responsabilidades y obliga a buscar incesantemente un cauce que también incesantemente se pierde. Es más difícil perderse en un largo camino que en un camino corto.
9. “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino”. No creo que quepa la discusión alrededor de este noveno mandamiento. Por otra parte es casi inhumano escribir bajo una real y reciente emoción. En esto la novela y el cuento se asemejan. Quizá sólo la poesía, la romántica, no la actual, pueda ser una excepción.
10. “No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”. Hoy parece sorprendente que alguien pueda pensar en sus amigos al escribir: el mundo es tan vasto y el escritor tan aislado, sus miras tan lejanas en el tiempo y en el espacio, que no creemos encontrar ninguna valla que nos impida seguir este consejo inseguro. A lo largo de este Decálogo la palabra ingenuo ha acudido varias veces a mi mente y varias veces la he rechazado, pues la obra y la vida de Quiroga nada tienen de candorosas, son recias y brutalmente humanas, como lo es su muerte y lo son las muertes que jalonan su paso por la tierra. Pero hay que resignarse a admitir que un cierto candor se filtra en su Decálogo. Quizá sea imposible querer encerrar al hombre en diez mandamientos sin sentir la imposibilidad (léase ingenuidad) de lograrlo. El hombre, cuentista o no, desborda los límites de las teorías rígidas.
A veces pienso que Quiroga miró demasiado la naturaleza y a fuerza de observar víboras, cocodrilos, invasiones de hormigas, esteros, selvas y tembladerales perdió la noción de grandeza infinita dentro de su infinita pequeñez que es el hombre.
Pero no debemos confundir al Quiroga cuentista con el autor relativamente feliz de este Decálogo donde, pese a mi actitud crítica, encuentro dos o tres consejos indispensables para todo cuentista. Aunque a decir verdad en materia de consejo literario no ha sido superado el de Rainer María Rilke en Carta a un Joven Poeta: “Si puedes vivir sin escribir, no escribas”. No se presta a discusión el hecho de que sólo una necesidad ineludible puede mantener preso a un hombre (empleo esta palabra genéricamente) buscando en sí mismo ideas huidizas que asoman apenas, torpemente, en su cerebro, e imprimirlas sobre un papel, signos de un alfabeto acaso indescifrable para quienes vendrán después de nosotros.