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miércoles, 9 de julio de 2008

IMAGINACIÓN, ORIGINALIDAD Y RITMO, LOS TRES PILARES DE LA NARRACIÓN, Gabriel García Márquez



Según el diccionario de la Real Academia de la lengua, la fantasía es “una facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes”. Es difícil concebir una definición más pobre y confusa que esa primera acepción. En su segunda acepción dice que es “una ficción, cuento o novela, o pensamiento elevado o ingenioso”, lo cual no hace sino infundir mayor desconcierto en el ya creado por la definición inicial de la palabra imaginación, el mismo diccionario dice que es “ aprensión falsa de una cosa que no hay en realidad o no tiene fundamento”. Por su parte, don Joan Corominas, ese gran detective de las palabras castellanas -cuya lengua materna no era, por cierto, el castellano, sino el catalán-, estableció que fantasía e imaginación tienen el mismo origen y que en última instancia puede decirse sin mucho esfuerzo que son la misma cosa.

Uno de mis mayores defectos intelectuales es que nunca he logrado entender lo que quieren decir los diccionarios, y menos que cualquier otro el terrible esperpento represivo de la Academia de la Lengua. Por una vez he tenido la curiosidad de volver a él para establecer las diferencias entre la fantasía y la imaginación, y me encuentro con la desgracia que sus definiciones no sólo son muy poco comprensibles, sino que además están al revés. Quiero decir que, según yo lo entiendo, la fantasía es la que no tiene nada que ver con la realidad del mundo en que vivimos: es una pura invención fantástica, un infundio, y por cierto de un gusto poco recomendable en las bellas artes, como muy bien lo entendió el que le puso el nombre al chaleco fantasía.



Por muy fantástica que sea la concepción de que un hombre amanezca convertido en un gigantesco insecto, a nadie se le ocurrió decir que la fantasía sea la virtud creativa de Franz Kafka, y en cambio no cabe duda de que fue el recurso primordial de Walt Disney. Por el contrario, y al revés de lo que dice el diccionario, pienso que la imaginación es una facultad especial que tienen los artistas para crear una realidad nueva a partir de la realidad en que viven. Que, por lo demás, es la única creación artística que me parece válida. Hablemos, pues, de “la imaginación en la creación artística en América latina” y dejemos la fantasía para uso exclusivo de los malos Gobiernos.


En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siempre fue así desde nuestros orígenes históricos, hasta el punto que no hay -en nuestra literatura- escritores menos creíbles y, al mismo tiempo, más apegados a nuestra realidad que nuestros cronistas de Indias. También ellos -para decirlo con un lugar común irremplazable- se encontraron con que la realidad iba más lejos que la información.


El diario de Cristóbal Colón es la pieza más antigua de esa literatura. Empezando porque no se sabe a ciencia cierta si el texto existió en realidad, puesto que la versión que conocemos fue escrita por el padre Las Casas de unos originales que dijo haber conocido. En todo caso, esa versión es apenas un reflejo infiel de los asombrosos recursos de imaginación a que tuvo que apelar Cristóbal Colón para que los Reyes católicos le creyeran la grandeza de sus descubrimientos.


Colón dice que las gentes que salieron a recibirlo el 12 de octubre de 1492 “estaban como sus madres los parieron”. Otros cronistas coinciden con él en que los caribes, como era normal en un trópico todavía a salvo de la moral cristiana, andaban desnudos. Sin embargo, los ejemplares escogidos que llevó Colón al palacio real de Barcelona estaban ataviados con hojas de palmeras pintadas y plumas y collares de dientes y garras de animales raros. La explicación parece simple: el primer viaje de Colón, al revés de sus sueños, fue un desastre económico. Apenas si encontró el oro prometido, perdió la mayor de sus naves y no pudo llevar ninguna prueba tangible de sus descubrimientos. Vestir a sus cautivos como lo hizo fue un truco convincente de publicidad. El simple testimonio oral no hubiera bastado, un siglo después de que Marco Polo había regresado de China con realidades tan novedosas e inequívocas como los espaguetis y los gusanos de seda, y como lo habían sido la pólvora y la brújula.


Toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer. Uno de mis libros favoritos de siempre ha sido el Primer viaje en torno al globo, del italiano Antonio Pigafetta, que acompañó a Magallanes en su expedición alrededor del mundo. Pigafetta dice que vio en Brasil unos pájaros que no tenían cola, otros que no hacían nidos porque no tenían patas, pero cuyas hembras ponían y empollaban sus huevos en la espalda del macho y en medio del mar y otros que sólo se alimentaban de los excrementos de sus semejantes. Dice que vio cerdos con el ombligo en la espalda y unos pájaros grandes cuyos picos parecían una cuchara, pero carecían de lengua. También habló de un animal que tenía cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola y relincho de caballo. Fue Pigafetta quien contó la historia de cómo encontraron al primer gigante de Patagonia, y de cómo éste se desmayó cuando vio su propia cara reflejada en un espejo que le pusieron enfrente.


La leyenda del Dorado es, sin duda, la más bella, la más extraña y decisiva de nuestra historia. Buscando ese territorio fantástico, Gonzalo Jiménez de Quesada conquistó la mitad del territorio de lo que hoy es Colombia, y Francisco de Orellana descubrió el río Amazonas. Pero lo más fantástico es que lo descubrió al derecho, es decir, navegando de las cabeceras hasta la desembocadura, que es el sentido contrario en que se descubren los ríos. El Dorado, como el tesoro de Cuauhtémoc, siguió siendo un enigma para siempre. Como lo siguieron siendo las 11.000 llamas, cargadas cada una con cien libras de oro, que fueron despachadas desde el Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa, y que nunca llegaron a destino.



La realidad fue otra vez más lejos hace menos de un siglo, cuando una misión alemana encargada de elaborar el proyecto de construcción de un ferrocarril transoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable, pero con una condición: que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal muy difícil de conseguir en la región, sino que se hicieran de oro.


Tanta credulidad de los conquistadores sólo era comprensible después de la fiebre metafísica de la Edad Media y del delirio literario de las novelas de caballería. Sólo así se explica la desmesurada aventura de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que necesitó ocho años para llegar desde España a México a través de todo lo que hoy es el sur de Estados Unidos, en una expedición cuyos miembros se comieron unos a otros, hasta que sólo quedaron cinco de los seiscientos originales. El incentivo de Cabeza de Vaca, al parecer, no era la búsqueda del Dorado, sino algo más noble y poético: la fuente de la eterna juventud


Acostumbrado a unas novelas donde había unos ungüentos papa pegarle las cabezas cortadas a los caballeros, Gonzalo Pizarro no podía dudar cuando le contaron en Quito, en el siglo XVI, que muy cerca de allí había un reino con 3.000 artesanos dedicados a fabricar muebles de oro, y en cuyo palacio Real había escaleras de oro macizo y estaba custodiado por leones con cadenas de oro ¡Leones en los Andes! A Balboa le contaron un cuento semejante en Santa María del Darién y descubrió el Océano Pacífico. Gonzalo Pizarro no descubrió nada especial, pero el tamaño de su credulidad puede medirse por la expedición que armó para buscar el reino inversímil: 800 españoles, 4.000 indios, 150 caballos y más de 1.000 perros amaestrados en la caza de seres humanos.



Gabriel García Márquez,
Colombia



Artículo tomado de la revista digital argentina www.redaccionpopular.com