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viernes, 4 de abril de 2014

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C. "Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de www.mesterdeobreria.blogspot.com


Rosina Valcárcel, A la sombra del árbol de la acacia
 
Por: Julio Carmona

 

Rosina Valcárcel nació poeta. Con ella se confirma el aforismo que dice: «El poeta nace y no se hace». Si no fuese un vulgarismo, diría —como los materialistas del siglo XIX— que ella produce poesía, así como el cerebro producía ideas imitando al hígado que producía bilis. (He hecho, sin proponérmelo, una preterición: aparentar que no se quiere decir lo que se está diciendo). Pero creo que la evasiva adquiere valor, porque tratándose de Rosina se puede convenir que su formación de antropóloga la hizo asumir la filosofía materialista, no la del mecanicismo antes aludido sino la dialéctica. Y, desde esa concepción, no podemos menos que identificar la reflexión poética de Rosina en relación con su visión del mundo, materialista.

A veces se piensa y se dice que la poesía está reñida con la filosofía materialista, aunque no se dice ni se piensa lo mismo respecto de la filosofía idealista. Y esa inconsecuencia conduce a una contradicción mayor: a dudar de la existencia del mundo material, pero no a hacer lo mismo con la existencia del mundo ideal. Y tanto una como otra, posturas, no pasan de ser inveteradas falacias con las que las fuerzas oscuras, que dominan la realidad, pretenden hacernos comulgar. Y en muchos casos —demasiados— lo logran. Sin embargo, la respuesta opuesta, aunque tenga menos adeptos, no se deja confundir ni arrastrar. Por eso es digno destacar a «una mujer que canta en medio del caos», como heredera de una tradición contestataria, que no se resigna a transigir, que se resiste a dejarse morir, y que suma su nombre: Rosina Valcárcel, entre las voces del viento que anuncia tempestad.

Y esto lo digo a propósito de la lectura que acabo de realizar de su último libro de poesía publicado, Contradanza (Fondo editorial Cultura peruana, Lima, 2013), pues la sensación que me dejó el primer acercamiento a él —y se reafirmó en los sucesivos— es su materialidad. No solo los temas —divididos en seis apartados— sino los poemas en sí que los integran (relacionados con la familia, los amigos —vivos y fallecidos—, los amores, la música, los colores, hasta las visiones aparentemente ideales o míticas y los dedicados a esa realidad tan delicada que es la política), todo el libro trasunta ese hálito de materialidad que aquí acuso y que, desde mi perspectiva, le da ese tono vital que es característico de su poesía total. Y, sin ir muy lejos, me remito a su penúltimo libro Naturaleza viva (Hipocampo, Lima, 2001), título que por sí mismo contradice el tópico pictórico de la «naturaleza muerta».

Y en Contradanza creo percibir también esa impronta dialéctica: así como la muerte tiene su negación en la vida, la danza asimismo tiene su contrario: en la poesía, que es —como diría Scorza— una danza inmóvil, una «contradanza», sonora como ella sola. Y la poesía en Rosina es una forma de esa vida. Y no porque —como aspiran ciertos puristas— se sienta vivir en el aire o en mundos aparte, sino porque siente y sabe que el reino de la poesía y de la vida es de este mundo. Un mundo que se ve —como lo expresa la simplicidad popular— «con estos ojos que se ha de tragar la tierra». Por eso el primer poema del apartado «Álbum de familia» hace referencia a los ojos del padre, ojos de poeta, ojos que han envejecido llenándose de mundo. Y Rosina dice haberle preguntado: «Papá, ¿adónde vas?» Y la respuesta es: «A buscar mis viejos ojos». Ojos que son la entrada del alma. Alma que rebosa de mundo. «Y se va papá, / Vuelve en la noche, / Vuelve al día siguiente, / Y se vuelve a ir/ Tras sus viejos ojos.» En este punto inicial hay algo que se debe rescatar como distintivo de la poesía de Rosina, y se percibe desde este primer poema: que hay en él un solo adjetivo: «viejos». En este y los otros poemas predominan los sustantivos y los verbos. Y esa reticencia a la adjetivación no es un efectismo de academia, es otro índice de la materialidad poética sugerida.

Del superrealismo decía J.C. Mariátegui que era una forma de acercarse a la realidad. Y Rosina usa la expresión (aunque en su versión simplificada) como título de la segunda estancia «Carta surrealista». Y aquí también cabe detenerse para precisar que la mayoría de las estancias adoptan el título de uno de los poemas que las integran. Cuando no ocurre así (los dos últimos casos) se debe asumir como una ruptura de lo armónico, es decir, la inarmonía (recurso musical) que rompe con la monotonía, y que, como efecto de la contradanza, nos acerca una vez más a la realidad, en la que los matices, variaciones y rupturas de la linealidad contribuyen a exaltar su riqueza y versatilidad. Volviendo a J.C. Mariátegui, su perspicacia crítica o sagacidad estética lo hizo vislumbrar en el superrealismo algo que, a muchos, en su época solo les permitió ver un aparente alejamiento de la realidad, y que para él constituye la captura de sus esencias que, como las entrañas, siempre están ocultas. Y se convirtió en una opción artística que circunstancialmente fue puesta en vigencia por los cultores del movimiento superrealista, pero que era y es un recurso ínsito del arte de todos los tiempos. Cito un fragmento de la «Carta surrealista» de Rosina: «Otra vez es noviembre y el amor renace de mis entrañas. Rojo, debe ser rojo, y no me quejo. Los trenes pasan y tu llamada tarda. Una mano invisible levanta mis faldas y la piel relincha como yegua en celo. Por ti perdí la realidad. Roedor  de fantasías, no me dejes.» Obviamente, es un poema de amor, prosa poética cuyo dominio nuestra poeta ejerce casi a diario en sus envíos por Internet. Y, cabe preguntar, ¿quién al ser tocado por la magia del amor no ha sentido transportarse más allá de los linderos de su realidad? Sin olvidar también que es el amor el que nos obliga a creer en la realidad externa (Marx), pues es en ella que descubrimos y cubrimos al otro para formar ese nosotros que tarda, a veces, pero que llega, siempre. Así como la primera estancia está integrada por poemas que exaltan el amor familiar (a los padres, las hijas, los hermanos) la estancia segunda remite a las amistades más amadas y a los amores más amicales: «Te recordamos mucho, Poeta, amigo de puta madre. ¿Qué más, qué más? Solo un verso limpio y justo en tu corazón». («Juan Ramírez Ruiz»).

La tercera estancia, «La pradera reverdece entre libros y música de Bach», es una ampliación temática de la anterior (aunque exclusiva para la amistad). Y se corresponde con el título de uno de los poemas. Dijimos al comienzo que la música es uno de los referentes temáticos de nuestra poeta. Y el título de la estancia lo hace ostensible. Pero no hay incidencia solo en la música clásica. También está la música popular representada por el tango que, vertical, «me enreda en el aire» y queda la satisfacción de que «No hay fin para esta melodía». Como no hay fin para la presencia de la pintura, con la alusión a los colores preferidos de la poeta (sepia, amatista, carmesí, caoba, ámbar, rojo, negro, púrpura, obsidiana, azafrán, cerúleo, turquesa, etc.) y son colores que remiten a sus cultores, Van Gogh, Frida Kahlo, Diego Rivera, Humareda, Ostolaza. Y Ostolaza está presente como Zorba y lo está con sus dibujos de estilo inconfundible, con que ilustra cada una de las estancias y motiva la portada.

La cuarta estancia da título al libro, Contradanza. Y el primer poema, «Actor griego», engarza con lo dicho al final del párrafo precedente, la referencia al pintor Carlos Alberto Ostolaza (poema dedicado a él, obviamente) y a su apelativo de Zorba. Un poema en el que «la arisca ciudad de Lima» sirve de trasfondo para recrear el amor que une a Valquiria y a Zorba. Y Valquiria se vuelve «aire tímido en el lecho/ (y) es agosto en el sur/ y la cordura un sueño inútil.» Y esta estancia termina con un segundo tango, reviviendo los caligramas de Apollinaire, para dar paso a las «Visiones diurnas», título de la quinta estancia, que busca el efecto de Naturaleza viva, y de Contradanza, pues las «visiones» por lo común están asociadas a la noche. Incluso en uno de los poemas de esta estancia, titulado «Invierno», destaca la intertextualidad de San Juan de la Cruz con su clásico Noche oscura del alma, que, a su vez, fuera intertextualizado por Jorge E. Eielson con su Noche oscura del cuerpo, y que en el caso de nuestra poeta adquiere la forma de «Oscura mañana del alma». Hasta llegar al poema «Visión» que se adhiere al título de la estancia, dedicado al valioso escritor argentino, y mejor amigo, Raúl Isman, para recordar «Héroes, libros, presagios/ Que hoy siguen poblando/ La buhardilla de Alejandra Pizarnik».

Y este recorrido, por los cinco continentes previos del libro, conduce a la última estancia que es, sin lugar a dudas, la prueba de fuego de esa materialidad que ha servido a nuestra poeta para dar vida al mundo de Contradanza, que es su mundo espiritual, reflejo de aquella materia que sus ojos de lechuza (como ella misma se alucina, «Tango 2») han sabido absorber para transmitirla en forma de canción, ¿y no es acaso —desde los griegos— la lechuza el símbolo de la sabiduría, representada por Palas Atenea acompañada de esa ave, y que el modernismo americano último reivindicó en la voz del mexicano Enrique González Martínez, en su «Tuércele el cuello al cisne»? Y nuestra poeta nos lo dice, en el poema de la última estancia: «Una mujer fragmentada canta/ y traga los ojos de la adversidad». («Muchacha desnuda en Cajamarca»).

«Zona liberada» es el título de esta estancia peliaguda. Y es tanto así que nuestra poeta ampara sus dudas en este epígrafe de Paul Éluard: «Revolución sabré colorear tal palabra?» Pero Rosina Valcárcel sale airosa de su propio reto. Y, en principio, a nivel formal logra el círculo perfecto, enlazando el primer poema de la primera estancia con el primero de la última, a través de la imagen del padre poeta y poeta revolucionario (digno homenaje): «Al caer el Muro de Berlín registra:/ —‘Qué dolor, y ni un solo disparo’.» Y luego vienen los homenajes a Manuel González Prada, Juan Pablo Chang, Víctor Jara, Fidel Castro y Víctor Polay. Personajes, actores y testigos —todos— de «un tiempo derrelicto» (para usar una expresión cara al poeta Juan Ojeda). Un barco abandonado es la imagen. Y Rosina lo describe así, en el poema dedicado a Polay: «La prisión se extiende/ La humedad las hojas de la urbe/ Como quien torea el patíbulo/ La tarde del 6 de abril/ Con sus ojos abiertos/ El héroe aguarda al filo de un pozo/ Me cede un libro de cuentos/ Sereno se mueve en la escena y dice: / —«Nadie podrá atarnos el espíritu/ He soltado una cometa».

Parafraseando a Antonio Cornejo Polar, puedo decir que si Rosina Valcárcel no hubiera escrito poesía, tal vez no la extrañaríamos, porque ella misma lo es. Porque ella ha sabido captar el ser mujer, desde su visión realista de la vida. Y lo dice: «Una mujer es misterio / rito / laberinto», como el amor, como la vida, como la materia, como la poesía, como la mujer… y todo lo que tocan sus manos de creadora universal. Y, tras los golpes, ella aprendió a ironizar: «A la sombra del árbol de la acacia / En el pórtico de tu jardín / Una parte de mi vientre cuida tus sueños / Entre ritmos y olor a caña dulce / Mientras cabalgas río arriba // Pero no me pidas danzar».

 

Piura, 4 de Abril de 2014.