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sábado, 8 de marzo de 2008

NO ESTÁS SOLO, Rosina Valcárcel


(Poema a la Paz)

A Roland

Esta tarde
Hay un compañero pensativo
Un antiguo amigo torturado
Por amar simplemente
La justicia y la libertad. Sabemos
Dónde mora, qué idioma
Calla, de qué olor es su cuerpo delgado
Dónde sueña su pálida piel capulí

No olvido
Como se llama, sin embargo
En este momento,
Cuando su corazón sienta
Mi ínfima carta cerca al mar
Ese ser ha de silbar como un totí

Ustedes pueden percibir su lágrima
De bello jaguar acosado,
Mientras muerde su lengua
Para no delatar
A los camaradas. ¿Escuchan?
Un hombre solitario
Gime amarrado, existe como ustedes
En algún rincón. ¿Dije solitario?
¿No sufren, como yo,
El desgarramiento de su cuerpo
Pintado en el tuyo?
¿No les fluye la sangre
Bajo los golpes mudos?

Algo sucede, verdad José Agustín,

¿Cómo cantarle a la Paz?
Quién está solo. Esta tarde,

A esta misma hora,
También a ustedes y a mí
Nos tienen maniatados.


(Gracias Goytisolo)


Rosina Valcárcel,

Perú



viernes, 7 de marzo de 2008

¡SALVE GUATEMALA!, Miguel Ángel Asturias



¡Salve, Guatemala del anhelo y de las alas rubias,

Dos veces extraída del amor!
¡Salve, Guatemala del no callado musical silencio!
¡Salve, mano del Bien!
¡Salve, mano de Dios!
Puertas son las espaldas. No veas extramuros.
Puertas de hueso y carne a la entrada del mundo,
En la ciudad del grito, donde se lustran las botas
Con sangre, militares de muerte.
¡No veas! Las espaldas del hombre encadenado
Oculten la visión de las cárceles llenas, los muros
Fusilados, los caminos huyendo, pavoridos...
¡No veas, lo que fue ameno entre campos de flores,
Fiesta del poderío del hombre ciudadano,
Hoy convertido en yugo, picota y sacristía!
¡Ciégate la ventura de no ver
Y deja que nosotros no apartemos los ojos
De ti que eres esposa, madre, hija, doncella,
hoy vendida al extraño! ¡Oh castigo! ¡Castigo!
Nadie mueve los labios y todos ven incrédulos,
Ver de día y de noche, lo que, Patria, no veas,
Al gran filibustero morder los onomásticos
De tus senos granudos de tierra cariñosa,
Huesudo y carnicero, y a los que te vendieron
Cuidar que no interrumpa ninguno el festín de oro.

Sople el viento la antorcha de colores
Que pinta con su luz tu firmamento,
La noche oculte el día para siempre,
El gran filibustero con ojos animales
Devora intimidades de la Patria,
La palpa igual que un pelotero
Y la aguija para que de vergüenza
Se desmaye en su brazos...

¿Por qué Dios es tan malo que no se apaga el cielo?
Sálgase el mar y barra con la tierra y los lagos
Tanta dulzura, tanta riqueza acumulada,
Un terremoto acabe con todo para siempre,
El gran filibustero, baboso de tabaco,
Taladra con su idioma trepidante
El oído de aroma de la Patria,
Que ya no tiene nombre...
¿Por qué Dios es tan malo que no se apaga el cielo?

No hay tiempo en las arenas
De las esclavitudes.
En las hojas, hay tiempo,
En las ramas, los troncos y raíces,
Hay ese tiempo vivo que es del que vive el hombre
Y el que la Patria un día tenía en sus relojes,
Hoy el filibustero le cuenta las jornadas
Para que satisfaga su ambición de pirata...

¡Oh tardanza del fuego, del huracán y el rayo!
¡Patria con su cintura de bisagra quebrada!
¿Qué otro atributo el suyo que su esbeltez?
¿Qué otro atributo, en alto, que el cántaro con agua?
¿Qué borceguí mas fino que la piel de su planta?
¡Salid filudas llamas y degollad cosechas!
¡Hay que incendiar la tierra contra el filibustero!
No es un mito el veneno que adormece y enjuta,
Las cadenas de hielo, el vinagre en la esponja...

¡Poblad de muerte el tiempo!
¡Poblad de muerte el mundo!
¡Ni una isla de vida!
¡Ni una isla de sueño!
¡La patria fue vendida al gran filibustero!

Los árboles se duermen en invierno.
Así la Patria duerma, mientras ellos imperen,
El gran filibustero y los mil cancerberos,
Así la Patria duerma, mientras ellos dominen,
Así la Patria duerma en espera del día
En que habrá que decir a las estrellas, brillen,
A las guas reflejen la alegría sonora
De la cara del cielo, y a los muertos despierten
Que ha llegado la hora del hogar sin verdugos,
De la vida sin miedos, de la tierra sin amos,
De la siembra y cosecha de los preciosos granos,
El día venturoso de abrir los brazos todos
Para echarnos al cuello de la patria querida
Y decirle con lluvia de júbilo en los ojos,
Estás entre tus hijos,
Y ellos están contigo.

Miguel Ángel Asturias,
Guatemala


jueves, 6 de marzo de 2008

CARTA AL TIEMPO, Claribel Alegría


Estimado señor:

Esta carta la escribo en mi cumpleaños.
Recibí su regalo. No me gusta.
Siempre y siempre lo mismo.
Cuando niña, impaciente lo esperaba;
Me vestía de fiesta
Y salía a la calle a pregonarlo.

No sea usted tenaz.
Todavía lo veo
Jugando al ajedrez con el abuelo.
Al principio eran sueltas sus visitas;
Se volvieron muy pronto cotidianas,
Y la voz del abuelo
Fue perdiendo su brillo.
Y usted insistía,
Y no respetaba la humildad
De su carácter dulce
Y sus zapatos.

Después me cortejaba.
Era yo adolescente
Y usted con ese rostro que no cambia.
Amigo de mi padre
Para ganarme a mí.
¡Pobrecito el abuelo!
En su lecho de muerte
Estaba usted presente,
Esperando el final.

Un aire insospechado
Flotaba entre los muebles.
Parecían más blancas las paredes.
Y había alguien más;
Usted le hacía señas.
Él le cerró los ojos al abuelo
Y se detuvo un rato a contemplarme.

Le prohíbo que vuelva.
Cada vez que lo veo
Me recorre las vértebras el frío.

No me persiga más,
Se lo suplico.
Hace años que amo a otro,
Y ya no me interesan sus ofrendas.

¿Por qué me espera siempre en las vitrinas,
En la boca del sueño,
Bajo el cielo indeciso del domingo?
Sabe a cuarto cerrado su saludo.

Lo he visto el otro día con los niños.
Reconocí su traje:
El mismo tweed de entonces
Cuando era yo estudiante
Y usted amigo de mi padre.
Su ridículo traje de entretiempo.

No vuelva,
Le repito.
No se detenga más en mi jardín.
Se asustarán los niños
Y las hojas se caen:
Las he visto.
¿De qué sirve todo esto?
Se va a reír un rato
Con esa risa eterna
Y seguirá saliéndome al encuentro.
Los niños,
Mi rostro,
Las hojas,
Todo extraviado en sus pupilas.
Ganará sin remedio.
Al comenzar mi carta lo sabía.

Claribel Alegría,
El Salvador


miércoles, 5 de marzo de 2008

EL AVIÓN DE LA BELLA DURMIENTE, Gabriel García Márquez


Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. "Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida", pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y, desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.

Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.

Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. "Claro que sí", me dijo. "Los imposibles son los otros". Siguió con la vista fija en la pantalla, de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.

—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.

Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.

—Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.

—Cuatro.

Su sonrisa tuvo un destello triunfal.

—En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.

Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.

Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, las vastas sementeras de Roissy devastadas por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.

Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.

A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.

El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. "Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería", pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.

Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.

Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.

Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.

Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.

—A tu salud, bella.

Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. "Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados", pensé, repitiendo en la cresta de espumas de champaña, el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.

—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.

Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.

Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.

El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. "Carajo", me dije, con un gran desprecio.

"¡Por qué no nací Tauro!"

Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la Amazonía de Nueva York.

Gabriel García Márquez,
Colombia




martes, 4 de marzo de 2008

GRATITUD, Oliverio Girondo


Gracias aroma

Azul,
Fogata
Encelo.

Gracias pelo
Caballo
Mandarino.

Gracias pudor
Turquesa
Embrujo
Vela,
Llamarada
Quietud
Azar
Delirio.

Gracias a los racimos
A la tarde,
A la sed
Al fervor
A las arrugas,
Al silencio
A los senos
A la noche,
A la danza
A la lumbre
A la espesura.

Muchas gracias al humo
A los microbios,
Al despertar
Al cuerno
A la belleza,
A la esponja
A la duda
A la semilla,
A la sangre
A los toros
A la siesta.

Gracias por la ebriedad,
Por la vagancia,
Por el aire
La piel
Las alamedas,
Por el absurdo de hoy
Y de mañana,
Desazón
Avidez
Calma
Alegría,
Nostalgia
Desamor
Ceniza llanto.

Gracias a lo que nace,
A lo que muere,
A las uñas
Las alas
Las hormigas,
Los reflejos
El viento
La rompiente,
El olvido
Los granos
La locura.

Muchas gracias gusano.
Gracias huevo.
Gracias fango,
Sonido.
Gracias piedra.
Muchas gracias por todo
Muchas gracias.

Oliverio Girondo,
Agradecido.


Oliverio Girondo,
Argentina



domingo, 2 de marzo de 2008

SEÑORAS Y SEÑORES, Fernando Lamberg




POEMA LXV


En la vida uno tiene compañía.
En la muerte está solo.
Pero, ¿qué compañía se puede tener
En un planeta lleno de furia?
Nosotras, las grandes familias
Sentimos esa asfixia,
La falta del oxígeno.
Creemos que nada puede consolarnos.
Llegó el tenis de la hora final,
El golf del último crepúsculo,
El polo del potro agonizante,
El skí de la nieve más fría.
¿Qué será de nosotras,
Las familias de tradición,
Si sopla un viento nuevo,
Si se enciende la fragua de la rebeldía
Si cada cual cree que puede ser amo.
Ya lo dijo Ortega:
Las masas se rebelan.
No aceptan la existencia
De esta selecta minoría.
No creen que las rosas necesitan quince generaciones para florecer,
No aceptan que un galgo de raza tiene heráldica,
Que el vino se envejece,
Que la porcelana debe tener fragua especial,
Que la historia no es de descamisados.
Pero sopla este viento maléfico,
Se acercan los obreros,
Llegan los campesinos,
Hay tanta gente que nadie ha presentado,
Tantas muchachas sin estreno en sociedad,
Tantos muchachos de colegios modestos.
Aparecen personas que nunca habíamos visto,
Seres de ninguna embajada,
Mujeres sin teléfono,
Hombres sin automóvil,
Tanta gente sospechosa de proletariado.
¿Y qué haremos ahora?
¿Por qué nos acorralan?
¿Por qué no entienden que el sol nos pertenece,
Que la luna es madrina,
Las estrellas cuñadas,
Que la tierra necesita al patrón,
Que la fábrica requiere ejecutivos?
Suena esta marea mortal para nosotros.
Las estatuas no nos defienden.
Los jardines no atajan esos pasos.
Angélica, Asunción, Rodolfo,
Frutos genealógicos,
Racimos de nuestra vid,
Defiéndannos.
No dejen que estos pasos rompan nuestras baldosas,
Que estas manos quiebren nuestra vajilla.
Defiéndannos en nombre
De lo más sagrado:
La propiedad y la familia.

Fernando Lamberg,
Chile

sábado, 1 de marzo de 2008

LIBERTAD, Juan José Arreola


Hoy proclamé la independencia de mis actos. A la ceremonia sólo concurrieron unos cuantos deseos insatisfechos, dos o tres actitudes desmedradas. Un propósito grandioso que había ofrecido venir envió a última hora su excusa humilde. Todo transcurrió en un silencio pavoroso.

Creo que el error consistió en la ruidosa proclama: trompetas y campanas, cohetes y tambores. Y para terminar, unos ingeniosos juegos de moral pirotécnica que se quedaron a medio arder.

Al final me hallé a solas conmigo mismo. Despojado de todos los atributos de caudillo, la medianoche me encontró cumpliendo un oficio de mera escribanía. Con los últimos restos del heroísmo emprendí la penosa tarea de redactar los artículos de una dilatada constitución que presentaré mañana a la asamblea general. El trabajo me ha divertido un poco, alejando de mi espíritu la triste impresión del fracaso.

Leves e insidiosos pensamientos de rebeldía vuelan como mariposas nocturnas en torno de la lámpara, mientras sobre los escombros de mi prosa jurídica, pasa de vez en cuando un tenue soplo de marsellesa.

Juan José Arreola,

México