En
el último mes del año 2014, salió a la luz la última novela —publicada— de
Miguel Gutiérrez, con el escueto título de Kymper.
Miguel Gutiérrez es, sin duda alguna, un excelente narrador. A la altura de los
más encumbrados. Y no necesita el espaldarazo de ningún Nobel o de algún novel.
Ese es, pues, un asunto que no está en discusión. Y esto lo digo porque, en un
intercambio de opiniones en una red de comunicación virtual, alguien anunció
que ya estaba leyendo la novela aludida y expresó que estaba «bien escrita»,
expresión que —por decir lo menos— no pasa de ser un pleonasmo, una
redundancia, una tautología. Nadie podrá decir que en alguna de las novelas de
Miguel Gutiérrez se dé lo contrario, es decir, que esté «mal escrita». Por eso
es que mi opinión contradictora fue: Lo que se espera de Miguel Gutiérrez es
que produzca esa «buena novela» que hace mucho tiene proyectado. Y agregué que:
para ser considerada una buena novela
no basta con que esté bien escrita.
Y
en efecto, ese propósito de escribir una «buena novela» Miguel Gutiérrez lo
viene insinuando en varios textos desde el año 1996, tal es el caso de la
siguiente expresión suya: «Antes que las ideas me cautivó mi propia relación
con la novela (…) que me dio una razón para vivir…» (Celebración de la novela, p. X). Posteriormente, en su libro de
ensayos La invención novelesca
(2008), narra que, en un interrogatorio policial, le preguntaron: «¿Cuál es su
mayor aspiración?» Y que él respondió: «Escribir una buena novela». Y concluye la
anécdota así: «… yo no mentí. Ni fue un subterfugio, ni una verdad a medias.
Hoy, once años después, puedo afirmarlo: fue la verdad más plena. La única que
realmente ha importado en mi vida.» (p. 113). Es más, en el año 2007, escribió
lo siguiente: «… he acentuado cierto espíritu heterodoxo que siempre estuvo en
mí, y he añadido una razonable dosis de escepticismo a todas mis certezas
sociales humanas.» (El pacto con el
diablo, p. 16). Si, por confesión de parte, desde esos lejanos tiempos (que
van de 1996 a 2008), su relación con escribir una buena novela era el norte de
su vida, de ello se deduce que él mismo descartaba la posibilidad de que sus
novelas anteriores a esas fechas, incluida La
violencia del tiempo, pudieran ser
consideradas con la calificación de ser «buenas novelas», insinuación que, no por
provenir del mismo creador, tiene que ser aceptada como definitiva.
Ahora
que he leído la novela, de exiguo título pero de amplio volumen, Kymper, me ratifico en lo dicho, que
coincide con la perogrullesca expresión: «está bien escrita». Pero —siempre hay
un «pero» porque, como decía el viejo filósofo Hegel, «para todo hay argumento»—:
Para mí, no es «la buena novela» que se propone o que promete escribir Miguel
Gutiérrez. No es este el lugar indicado para demostrar la certeza del aserto. Un
trabajo más minucioso y amplio exige esa constancia (algo similar a lo que hice
con su novela anterior Confesiones de
Tamara Fiol, y que difundí en revistas especializadas). Aquí solo me
limitaré a dar sustento a la idea sugerida en el título de este artículo.
Pero
volvamos a la novela última que nos ocupa. Su título corresponde al apellido
del protagonista, «Kymper», quien vive a salto de mata, fugitivo y perseguido
por tres fuerzas tenebrosas que buscan saldar cuentas en relación con hechos de
su pasado, es decir, con su historia personal que, quiérase o no, pertenece a
la historia social. Primero, el comando Rodrigo Franco, del primer gobierno
aprista, lo persigue para vengar la muerte que diera a un dirigente estudiantil
de esa facción política, ocurrida en la década del sesenta del siglo pasado.
Segundo, un grupo de aniquilamiento de Sendero Luminoso, igual lo acusa de
haber proporcionado a las fuerzas armadas del Estado la ubicación y destrucción
en la selva de un campamento de ese grupo sedicioso. Y, tercero, su esposa,
madre de sus dos hijos, igual quiere que pague con su vida por el abandono en
que los dejara.
Contra
todas estas acusaciones, Kymper tiene argumentos de defensa o justificación.
Pero la fuga le permite ir saldando cuentas consigo mismo respecto de sus
propias inculpaciones por
haber pretendido renunciar —él mismo lo piensa— «a todo activismo político, al colocarme (eso pensé yo) al margen de la
Historia.» (p. 283, cursiva del original). Pensamiento este que coincide
con lo expresado por el autor en el «Reconocimiento» que hace como epílogo del
libro, donde afirma que la novela: «en una de sus dimensiones narra las
peripecias de un individuo que pretende colocarse al margen de la Historia.»
(p. 605). Y todas las justificaciones que esgrime el protagonista —incluido el
recuento de sus relaciones sentimentales, un tanto atosigante, dígase de paso—,
dan la impresión de no tener otro objetivo que transferir al personaje los
conflictos ideológicos del autor, quien con el argumento de tomar partido
exclusivamente por la novela y de haberse trazado un solo fin (de 1997 para adelante):
de llegar a escribir «una buena novela», no ha hecho sino capitular de sus principios
primigenios que implicaban la obligación de no desarraigar su historia personal
de la historia social, al momento de desarrollar su trabajo intelectual o
artístico/literario.
Empero,
finalmente, el autor no pudo ver cumplida su pretensión de «colocarse al margen
de la Historia.» Y es esta —reiteramos— una idea de Miguel Gutiérrez que adoptó
la siguiente forma: «En adelante, mi único partido sería la novela, pasase lo
que pasase en mi país, en mi familia, en mi vida” (p. 206), idea que fue planteada
en su ensayo La invención novelesca:
Y también dice: en China «viví en carne propia la gran contradicción entre mi
vocación de novelista y los requerimientos de un accionar de acuerdo a las
ideas asumidas.» (p. 273). Pero, viendo los hechos objetivamente, Miguel
Gutiérrez no ha sido fiel a su propuesta, en primer término, porque no ha
escrito hasta ahora «una buena novela» (con la excepción de Hombres de caminos y La violencia del tiempo, saludadas como
tales, en su oportunidad, por todos los críticos), y, en segundo lugar, porque
no ha escapado de los avatares ocurridos en su país o en la realidad. Una
evasión así se puede considerar que se dio en las novelas posteriores a La violencia del tiempo, es decir: La destrucción del reino, Babel el paraíso, Un mundo sin Xochitl, Una
pasión latina, que enfocan temas más bien esotéricos o circunscritos a conflictos
existenciales rayanos en el individualismo. Y, si esta contradicción de no
haber escrito una buena novela con Kymper,
se da en el plano del arte, en lo que se refiere a la política (en que tampoco
ha cumplido con su propósito de evadirse de toda relación con lo que pasase «en
mi país, en mi familia, en mi vida») se constata que con esta novela (como
también ocurre con la novela precedente Confesiones
de Tamara Fiol) ese tema de la política se presenta como la pretensión del
autor de saldar cuentas con un pasado incumplido, pues, en ese sentido, cabe
preguntar: ¿por qué ahora hay una descalificación absoluta del partido Sendero
Luminoso, de su dirigente principal y de su ideología que en los años ochenta (y
específicamente en su ensayo sobre la generación del ’50, que él mismo
considera que «suscitó tantas controversias y enojos» —Celebración…, Ibídem) merecían lo opuesto: una reivindicación
rotunda y sorpresiva?
Esta
reseña la hice sin haber leído una entrevista periodística hecha a Miguel
Gutiérrez, conocida por mí con posterioridad, en la que, de soslayo, responde a
la pregunta precedente; ahí dice: «En los primeros años de la lucha armada
impulsada por Sendero, políticos, intelectuales y artistas de izquierda
padecieron horribles crisis de conciencia por no haber tomado las armas como lo
demanda el marxismo revolucionario. Precisamente de este clima de mala
conciencia surgieron, por ejemplo, los senderólogos. En cuanto a mí, exorcicé mis sentimientos de culpa adoptando el partido
de la novela.» Idea que confirma el leitmotiv
de esta reseña. Y me atrevo a adelantar —lo que voy a profundizar en otro trabajo—
que Kymper no hace sino demostrar que
toda evasión de la realidad es ilusoria, porque con ese plan o afán de fuga por
la persecución del pasado, no se consigue sino volver al mismo punto de
partida, al inicio de la huida. Huir de la vida para no morir es acercarse a la
muerte. El apurar las ficciones de un futuro incierto es convertirse en
perseguido de un pasado real, concreto, implacable: nuestra realización no es resultado
de nuestro futuro sino de nuestro presente que ipso facto es pasado.
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