Si la moral es la legislación conductual que la
sociedad impone al ciudadano, la ética es el trasfondo moral que a sí mismo se
impone cada ciudadano individual. Por eso se califica de inmoral a quien
conociendo las restricciones conductuales en la sociedad, hace caso omiso de
ellas. Y, asimismo, se llama amoral a quien se encuentra despojado de todo
condicionamiento moral, es decir, un ignorante, irredento de toda consideración.
El primero es condenable socialmente (no judicialmente) por quienes sí respetan
y cumplen con las normas morales, y se le señala como un transgresor de la
ética; cuando esa transgresión es involuntaria, se espera y se acepta la
enmienda; en caso contrario —si no existe enmienda— la condena es irrevocable,
y no solo eso, sino que se le debe trasladar al rango de lo amoral.
En el caso de quienes pueden y deben evitar
transgredir las normas, o rectificarse por su transgresión, se debe ubicar a
personas con cierta formación profesional o laboral (empleados de los sectores público/privado,
trabajadores del campo y la ciudad con nivel de civismo y con mayor razón si se
trata de egresados de estudios superiores). Y deviene imperativo categórico si
se trata de un servidor público que ostenta cargo administrativo relevante,
como —por poner un ejemplo— ser Secretario General de una Universidad Nacional,
porque una de las prohibiciones que establece el Código de Ética de la función
pública, dice que: «El servidor público está prohibido de obtener o
procurar beneficios o ventajas indebidas, para sí o para otros, mediante el uso
de su cargo, autoridad, influencia o apariencia de influencia.» (Artículo 8°,
inciso 2).
Hago esta reflexión sobre el tema, recordando un caso
que observé cuando estudiaba secundaria. En cierta ocasión, la autoridad del
colegio dispuso que los estudiantes pintasen sus aulas y las pusieran bajo la
égida de alguna personalidad paradigmática (y se iba a premiar al aula mejor
acondicionada). Y cuando las aulas estuvieron dispuestas observé que una de
ellas (no precisamente la mía, sino de un año superior) había sido designada
con el nombre de uno de nuestros más queridos profesores. Y cuando le tocó
clase en la mía yo lo felicité. Él retrucó que no era nada meritorio, pues se
había hecho sin su consentimiento, y no tuvo oportunidad de evitarlo. Y dijo
que no era ético rendir homenaje institucional a una persona viva, y que
incurrían en esa falta de ética tanto quien hacía la propuesta como quien la
aceptaba. Y concluyó que esperaba se hiciera la rectificación al año siguiente
cuando mis compañeros y yo pasásemos a dicha aula. Y así fue. Hicimos justicia.
Borramos el nombre de dicho profesor y elegimos otro ya finado, y con una
trayectoria impecable de moralidad y ética a toda prueba, es decir, ya
imposible de ser variada, posibilidad que no se da en personas que están con
vida y mucho menos con aquellas que se pasan de vivas y que muy sueltas de
huesos aceptan el hecho, con un amoralismo raigal.
Ahora bien, si la reflexión tiene asidero en un hecho
pasado, obviamente es aplicable a futuro y también al presente (tres instancias
de la historia: de la magna o nacional, de la pequeña o institucional y de la doméstica
o personal). Y, sin ambages, aquí me refiero a un caso lamentable y ya
consumado, ocurrido en la Universidad Nacional de Piura. A la refacción que se
ha hecho de un pabellón de aulas antiguo se le ha puesto el nombre de un
profesor que el único pergamino que ostenta es ser el profesor más antiguo en
función. Pero la lógica más elemental conduce a determinar que debe haber otros
profesores tan antiguos como él aunque cesantes, a quienes tampoco se les
podría designar para un homenaje como el aquí comentado por el impedimento
ético ya aludido. Sin embargo, también es de suponer que, en la historia
académica de la Universidad Nacional de Piura, tiene que existir otro docente
ya fallecido y de digna y eficiente performance profesional, docente y decente,
a quien se puede honrar para que también su nombre honre a la institución que
lo designa.
Todavía se está a tiempo para la rectificación ética.
De lo contrario, el baldón ya infringido derivará en inmoralidad —de quien lo
ofrece y de quien lo acepta— por saber que no es ético el acto de marras, y no
obstante haber incurrido en él, o devendrá acto amoral por saberse o sentirse
huérfanos de todo principio ético.
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