Rosina Valcárcel, A la sombra del árbol de la
acacia
Por: Julio Carmona
Rosina Valcárcel nació poeta. Con ella se confirma
el aforismo que dice: «El poeta nace y no se hace». Si no fuese un vulgarismo,
diría —como los materialistas del siglo XIX— que ella produce poesía, así como
el cerebro producía ideas imitando al hígado que producía bilis. (He hecho, sin
proponérmelo, una preterición: aparentar que no se quiere decir lo que se está
diciendo). Pero creo que la evasiva adquiere valor, porque tratándose de Rosina
se puede convenir que su formación de antropóloga la hizo asumir la filosofía
materialista, no la del mecanicismo antes aludido sino la dialéctica. Y, desde
esa concepción, no podemos menos que identificar la reflexión poética de Rosina
en relación con su visión del mundo, materialista.
A veces se piensa y se dice que la poesía está
reñida con la filosofía materialista, aunque no se dice ni se piensa lo mismo
respecto de la filosofía idealista. Y esa inconsecuencia conduce a una
contradicción mayor: a dudar de la existencia del mundo material, pero no a
hacer lo mismo con la existencia del mundo ideal. Y tanto una como otra,
posturas, no pasan de ser inveteradas falacias con las que las fuerzas oscuras,
que dominan la realidad, pretenden hacernos comulgar. Y en muchos casos
—demasiados— lo logran. Sin embargo, la respuesta opuesta, aunque tenga menos
adeptos, no se deja confundir ni arrastrar. Por eso es digno destacar a «una
mujer que canta en medio del caos», como heredera de una tradición
contestataria, que no se resigna a transigir, que se resiste a dejarse morir, y
que suma su nombre: Rosina Valcárcel, entre las voces del viento que anuncia
tempestad.
Y esto lo digo a propósito de la lectura que acabo
de realizar de su último libro de poesía publicado, Contradanza (Fondo
editorial Cultura peruana, Lima, 2013), pues la sensación que me dejó el primer
acercamiento a él —y se reafirmó en los sucesivos— es su materialidad. No solo
los temas —divididos en seis apartados— sino los poemas en sí que los integran
(relacionados con la familia, los amigos —vivos y fallecidos—, los amores, la
música, los colores, hasta las visiones aparentemente ideales o míticas y los
dedicados a esa realidad tan delicada que es la política), todo el libro
trasunta ese hálito de materialidad que aquí acuso y que, desde mi perspectiva,
le da ese tono vital que es característico de su poesía total. Y, sin ir muy
lejos, me remito a su penúltimo libro Naturaleza viva (Hipocampo, Lima,
2001), título que por sí mismo contradice el tópico pictórico de la «naturaleza
muerta».
Y en Contradanza creo percibir también esa
impronta dialéctica: así como la muerte tiene su negación en la vida, la danza
asimismo tiene su contrario: en la poesía, que es —como diría Scorza— una danza
inmóvil, una «contradanza», sonora como ella sola. Y la poesía en Rosina es
una forma de esa vida. Y no porque —como aspiran ciertos puristas— se sienta
vivir en el aire o en mundos aparte, sino porque siente y sabe que el reino de
la poesía y de la vida es de este mundo. Un mundo que se ve —como lo expresa la
simplicidad popular— «con estos ojos que se ha de tragar la tierra». Por eso el
primer poema del apartado «Álbum de familia» hace referencia a los ojos del
padre, ojos de poeta, ojos que han envejecido llenándose de mundo. Y Rosina
dice haberle preguntado: «Papá, ¿adónde vas?» Y la respuesta es: «A buscar mis
viejos ojos». Ojos que son la entrada del alma. Alma que rebosa de mundo. «Y se
va papá, / Vuelve en la noche, / Vuelve al día siguiente, / Y se vuelve a ir/
Tras sus viejos ojos.» En este punto inicial hay algo que se debe rescatar como
distintivo de la poesía de Rosina, y se percibe desde este primer poema: que
hay en él un solo adjetivo: «viejos». En este y los otros poemas predominan los
sustantivos y los verbos. Y esa reticencia a la adjetivación no es un efectismo
de academia, es otro índice de la materialidad poética sugerida.
Del superrealismo decía J.C. Mariátegui que era una
forma de acercarse a la realidad. Y Rosina usa la expresión (aunque en su
versión simplificada) como título de la segunda estancia «Carta surrealista». Y
aquí también cabe detenerse para precisar que la mayoría de las estancias
adoptan el título de uno de los poemas que las integran. Cuando no ocurre así
(los dos últimos casos) se debe asumir como una ruptura de lo armónico, es
decir, la inarmonía (recurso musical) que rompe con la monotonía, y que, como
efecto de la contradanza, nos acerca una vez más a la realidad, en la que los
matices, variaciones y rupturas de la linealidad contribuyen a exaltar su
riqueza y versatilidad. Volviendo a J.C. Mariátegui, su perspicacia crítica o
sagacidad estética lo hizo vislumbrar en el superrealismo algo que, a muchos,
en su época solo les permitió ver un aparente alejamiento de la realidad, y que
para él constituye la captura de sus esencias que, como las entrañas, siempre
están ocultas. Y se convirtió en una opción artística que circunstancialmente
fue puesta en vigencia por los cultores del movimiento superrealista, pero que
era y es un recurso ínsito del arte de todos los tiempos. Cito un fragmento de
la «Carta surrealista» de Rosina: «Otra vez es noviembre y el amor renace de
mis entrañas. Rojo, debe ser rojo, y no me quejo. Los trenes pasan y tu llamada
tarda. Una mano invisible levanta mis faldas y la piel relincha como yegua en
celo. Por ti perdí la realidad. Roedor de fantasías, no me dejes.»
Obviamente, es un poema de amor, prosa poética cuyo dominio nuestra poeta
ejerce casi a diario en sus envíos por Internet. Y, cabe preguntar, ¿quién al
ser tocado por la magia del amor no ha sentido transportarse más allá de los
linderos de su realidad? Sin olvidar también que es el amor el que nos obliga a
creer en la realidad externa (Marx), pues es en ella que descubrimos y cubrimos
al otro para formar ese nosotros que tarda, a veces, pero que llega, siempre.
Así como la primera estancia está integrada por poemas que exaltan el amor
familiar (a los padres, las hijas, los hermanos) la estancia segunda remite a
las amistades más amadas y a los amores más amicales: «Te recordamos mucho,
Poeta, amigo de puta madre. ¿Qué más, qué más? Solo un verso limpio y justo en
tu corazón». («Juan Ramírez Ruiz»).
La tercera estancia, «La pradera reverdece entre
libros y música de Bach», es una ampliación temática de la anterior (aunque
exclusiva para la amistad). Y se corresponde con el título de uno de los
poemas. Dijimos al comienzo que la música es uno de los referentes temáticos de
nuestra poeta. Y el título de la estancia lo hace ostensible. Pero no hay
incidencia solo en la música clásica. También está la música popular
representada por el tango que, vertical, «me enreda en el aire» y queda la
satisfacción de que «No hay fin para esta melodía». Como no hay fin para la
presencia de la pintura, con la alusión a los colores preferidos de la poeta
(sepia, amatista, carmesí, caoba, ámbar, rojo, negro, púrpura, obsidiana,
azafrán, cerúleo, turquesa, etc.) y son colores que remiten a sus cultores, Van
Gogh, Frida Kahlo, Diego Rivera, Humareda, Ostolaza. Y Ostolaza está presente
como Zorba y lo está con sus dibujos de estilo inconfundible, con que ilustra
cada una de las estancias y motiva la portada.
La cuarta estancia da título al libro, Contradanza.
Y el primer poema, «Actor griego», engarza con lo dicho al final del párrafo
precedente, la referencia al pintor Carlos Alberto Ostolaza (poema dedicado a
él, obviamente) y a su apelativo de Zorba. Un poema en el que «la arisca ciudad
de Lima» sirve de trasfondo para recrear el amor que une a Valquiria y a Zorba.
Y Valquiria se vuelve «aire tímido en el lecho/ (y) es agosto en el sur/ y la
cordura un sueño inútil.» Y esta estancia termina con un segundo tango,
reviviendo los caligramas de Apollinaire, para dar paso a las «Visiones
diurnas», título de la quinta estancia, que busca el efecto de Naturaleza
viva, y de Contradanza, pues las «visiones» por lo común están
asociadas a la noche. Incluso en uno de los poemas de esta estancia, titulado
«Invierno», destaca la intertextualidad de San Juan de la Cruz con su clásico Noche
oscura del alma, que, a su vez, fuera intertextualizado por Jorge E.
Eielson con su Noche oscura del cuerpo, y que en el caso de nuestra
poeta adquiere la forma de «Oscura mañana del alma». Hasta llegar al poema «Visión»
que se adhiere al título de la estancia, dedicado al valioso escritor
argentino, y mejor amigo, Raúl Isman, para recordar «Héroes, libros, presagios/
Que hoy siguen poblando/ La buhardilla de Alejandra Pizarnik».
Y este recorrido, por los cinco continentes previos
del libro, conduce a la última estancia que es, sin lugar a dudas, la prueba de
fuego de esa materialidad que ha servido a nuestra poeta para dar vida al mundo
de Contradanza, que es su mundo espiritual, reflejo de aquella materia
que sus ojos de lechuza (como ella misma se alucina, «Tango 2») han sabido
absorber para transmitirla en forma de canción, ¿y no es acaso —desde los
griegos— la lechuza el símbolo de la sabiduría, representada por Palas Atenea
acompañada de esa ave, y que el modernismo americano último reivindicó en la
voz del mexicano Enrique González Martínez, en su «Tuércele el cuello al
cisne»? Y nuestra poeta nos lo dice, en el poema de la última estancia: «Una
mujer fragmentada canta/ y traga los ojos de la adversidad». («Muchacha desnuda
en Cajamarca»).
«Zona liberada» es el título de esta estancia
peliaguda. Y es tanto así que nuestra poeta ampara sus dudas en este epígrafe
de Paul Éluard: «Revolución sabré colorear tal palabra?» Pero Rosina
Valcárcel sale airosa de su propio reto. Y, en principio, a nivel formal logra
el círculo perfecto, enlazando el primer poema de la primera estancia con el
primero de la última, a través de la imagen del padre poeta y poeta
revolucionario (digno homenaje): «Al caer el Muro de Berlín registra:/ —‘Qué
dolor, y ni un solo disparo’.» Y luego vienen los homenajes a Manuel González
Prada, Juan Pablo Chang, Víctor Jara, Fidel Castro y Víctor Polay. Personajes,
actores y testigos —todos— de «un tiempo derrelicto» (para usar una expresión
cara al poeta Juan Ojeda). Un barco abandonado es la imagen. Y Rosina lo
describe así, en el poema dedicado a Polay: «La prisión se extiende/ La humedad
las hojas de la urbe/ Como quien torea el patíbulo/ La tarde del 6 de abril/
Con sus ojos abiertos/ El héroe aguarda al filo de un pozo/ Me cede un libro de
cuentos/ Sereno se mueve en la escena y dice: / —«Nadie podrá atarnos el
espíritu/ He soltado una cometa».
Parafraseando a Antonio Cornejo Polar, puedo decir
que si Rosina Valcárcel no hubiera escrito poesía, tal vez no la extrañaríamos,
porque ella misma lo es. Porque ella ha sabido captar el ser mujer, desde su
visión realista de la vida. Y lo dice: «Una mujer es misterio / rito /
laberinto», como el amor, como la vida, como la materia, como la poesía, como
la mujer… y todo lo que tocan sus manos
de creadora universal. Y, tras los golpes, ella aprendió a ironizar: «A la
sombra del árbol de la acacia / En el pórtico de tu jardín / Una parte de mi
vientre cuida tus sueños / Entre ritmos y olor a caña dulce / Mientras cabalgas
río arriba // Pero no me pidas danzar».
Piura, 4 de Abril de
2014.
1 comentario:
Impresionada, el artículo convence. Gracias colega y compañero Julio Carmona, tu lectora, Rosina Valcárcel.
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