“Tenía que
ser mujer”
por: Julio Carmona
Es esta una reseña que hago al libro
titulado Naomi Klein, de José Luis
Herrera Zavaleta[1].
Libro que, obviamente, aborda el pensamiento de la referida autora, a quien
Herrera llama —en el subtítulo— «Símbolo de la antiglobalización». Y en
realidad tanto el título como el subtítulo dicen poco, aparentemente. Del mismo
modo como es engañoso el título de esta reseña. Porque los tres se refieren a «una
mujer».
Comenzaré aclarando el título de la
reseña. Es una frase que empezó a ser usada por los choferes hombres, para
devaluar la pericia femenina en la conducción vehicular. Y luego se generalizó a
otras actividades, adquiriendo un estatus de calificación negativa. Sin
embargo, aquí lo uso en sentido contrario. Para relevar los actos positivos de
la mujer, los mismos que (por oposición al cliché originario) se convierten en
patrimonio exclusivo del sexo femenino. Y con ello no hago sino reafirmar mi
adhesión al método dialéctico de investigación científica, para el cual toda
tesis encierra, en sí misma, su contrario, y este pasa a ser una negación que,
a su vez, engendra su propia negación. Es lo que el gurú de la ideología
liberal (Karl Popper) adoptó en su esquema metodológico como la teoría de la
«falsación» (que toda ley científica, para demostrar su validez, debe ser
susceptible de ser negada o, en el lenguaje popperiano, falseada), aunque tal
adopción la hiciera Popper sin reconocer la precedencia.
Por lo que se refiere al nombre de
Naomi Klein —debo ser honesto en reconocerlo—, me pareció intrascendente. Pensé
que se trataba de una Susan Sontag más o, en el mejor de los casos, otra Simone
de Beauvoir, aunque —pensé— ligada al feminismo (lo que no es poco decir). Pero
esa cavilación era producto de mi ignorancia. Lo digo con hidalguía, pese a que
dicha ignorancia pueda tener la justificación de ser, a su vez, producto de la
«cultura de la ignorancia» que impone a nuestro país el capitalismo salvaje con
su exaltación del modelo que nos inflige a través de esa suerte de panacea
perversa que autodenomina «globalización», aun cuando esta no sea otra cosa que
un cambio de nombre a su esencia condensadora de poder, la «monopolización».
Esta es la razón de ser del capitalismo, del mismo modo como la globalización
(o condensación de poder en todos los órdenes: económico, político, social,
cultural) lo ha sido de todos los imperios que en el mundo son y han sido. Ya
Marx y Engels dijeron —hacia 1847— en el Manifiesto
Comunista que el capitalismo tiende a “universalizarlo todo lo que es
favorable a su interés”, pero también —y ello está incluido en la sentencia
marxista— a restringir la existencia de todo lo que le es adverso. Naomi Klein
—lo dice José Luis Herrera— «A pesar de la enorme importancia de su obra, su
lectura está prácticamente prohibida en muchos países del Tercer Mundo. Las
multinacionales de la edición, en el mejor de los casos, ejercen una censura
velada por la que sus obras no están en las librerías, o se exhiben como una
rareza bibliográfica que hay que pedir con meses de anticipación. En otros países,
simplemente no existe.» (19).
Lo dicho hasta aquí explica o da
razón de ser al subtítulo del libro reseñado: «Símbolo de la
antiglobalización». Y, después de leer el libro, coincido plenamente con él. Y
es preciso decirlo —sin reticencia ni mezquindad de ninguna especie— que la
tarea asumida por José Luis Herrera, de difundir el pensamiento y la lucha
ideológica de Naomi Klein, se hace merecedora de todo encomio. Porque no se
trata de alcanzar logros personales (ni de la autora ni del difusor de sus
ideas) sino de fundamentar y proporcionar herramientas condenatorias del crimen
organizado por las grandes transnacionales con la complicidad de los gobiernos
genuflexos a su poder. El poder económico de esos colosos del mal ha logrado
instaurar la más perversa de las maquinarias criminales que los genios de la
miseria humana han podido concebir, y que reduce a su mínima expresión los
horrores que Borges describe en su Historia
de la infamia.
El neoliberalismo enarbola las
banderas de la libertad y la democracia para avanzar como un barco de guerra de
destrucción masiva, lo cual es una aberración de origen. Porque para «imponer»
su receta curalotodo, previamente
destruye todas las células sanas del cuerpo al que dice que va a «salvar». Y
para ello recurre a los mecanismos de publicidad que controla con el mismo
impulso privatizador, globalizador, monopolizador. «La enorme publicidad de las
multinacionales, nos ha hecho creer que el libre cambio está ligado a la
libertad y a la democracia. El enorme mérito de Naomi Klein es haber demostrado
todo lo contrario: el libre cambio está unido al crimen, al saqueo y a las
dictaduras más brutales y a los desastres.» (65). Y nos dice que uno de los
recursos más usados en las últimas décadas (a partir de los años setenta del
siglo pasado) es la «doctrina del shock» que, como terapia psiquiátrica —nos lo
recuerda Herrera—, «inicialmente por los años 50, fue aplicado por la
psiquiatría. Posteriormente utilizado como un método de tortura, el
electroshock produce en los individuos la pérdida del control sobre el cuerpo y
la mente. Estos individuos quedan desorientados, reducidos, indefensos. Fue la
CIA la que primeramente se dio cuenta de que esto puede funcionar de manera
idéntica a nivel social.» (Íbid.).
En Perú lo padecimos con el golpe de
Estado de Alberto Fujimori, quien no hizo sino aplicar —por orden de sus amos
imperialistas— lo mismo que había hecho su congénere Pinochet, en Chile (de ahí
que el ingenio criollo, tan propio de la viveza limeña, bautizara al dictador
nativo como el «Chinochet»). El tan temido «shock» que se atribuyó a Mario Vargas
Llosa, contendor electoral del «Chino», y que este negara con cínica energía,
fue aplicado en nuestro país con —lo que después sería en él— típica insania.
Claro que el escribidor había anunciado que iba a aplicar dicha política del
shock, porque ya —desde esa época— se perfilaba él como ferviente admirador del
neoliberalismo, y entonces nada hace pensar que hubieran sido distintos los
resultados en un gobierno del que después sería Premio Nobel de Literatura 2012,
Mario Vargas.
Y, precisamente, en este libro se
destaca el uso que hacen las transnacionales del referido premio. Uno de los
capítulos del libro se titula, precisamente, «Pinochet y el Premio Nobel», pues
este —se dice ahí— fue concedido al economista Nilton Friedman, padre
indiscutible de ese engendro llamado neoliberalismo o globalización, para cuya
imposición usa la terapia asesina del shock (por algo fue que el ministro de
economía que lo implantó en Perú, en el régimen dictatorial del Chinochet,
exclamara por televisión al anunciar su implementación: «Que Dios nos ampare»).
Y después de los varios experimentos en países del Tercer Mundo (como Chile,
Uruguay, Argentina, y —bueno— Perú, Colombia, México, los Tigres Asiáticos:
Malasia, Corea del Sur y Tailandia, además de Polonia, Rusia, e Irak), la
genialidad de este «Premio Nobel» de economía resultó ser un fiasco, y a quien
debiera llamársele, mejor, un «premio innoble», en tanto lo único que hizo es
favorecer a las grandes transnacionales creándoles una teoría económica ad hoc, Economía y libertad, que mejor debió titularse «Esclavitud y
mortandad». Transcribo la descripción que de este bluf se hace en el libro:
«Las transnacionales, a través de un
Banco de Suecia (Severis Riksbank), crearon un premio de economía en 1969 que
querían publicitar al máximo, hasta hacerlo el más importante del mundo; es
decir, convertirlo en una súper marca. Esto les permitiría, dentro de un
movimiento circular, premiar a economistas acordes a sus intereses, y a su vez
que estos economistas den visos académicos a los saqueos y fechorías de estas
corporaciones. El saqueo, principalmente del Tercer Mundo, se disimularía
simplemente como la aplicación de una “brillante” teoría económica, “que es
buena para todos”. La publicidad haría el resto. Pero luego se percataron que
esa súper marca ya existía, eran los premios Nobel, una marca hábilmente
vinculada a las multinacionales de la edición. Remarcamos que el Nobel no solo se
ha convertido en el premio más importante del planeta, sino que,
subliminalmente, la publicidad comunica el absurdo de que el autor que tiene
ese premio es el mejor del mundo. Y ese es el negocio. Las multinacionales de
la edición solo esperan los resultados del premio para actuar [o de que los mismos premios Nobel actúen
indicando quiénes son los nuevos mejores autores a quienes ellos dan el
espaldarazo]. Este es un aspecto de lo que se llama la cultura del sistema: el
Nobel no es sino una marca, como Nike, como Levy Strauss, Mc Donald’s o Sara
Lee. Los escritores del sistema tampoco son escritores, se han convertido en
marcas. Son un asunto de mercadotecnia.» (91).
En definitiva, la terapia del shock hace que
todo el costo social recaiga sobre los más pobres, mientras la globalización —aprovechando
el estado de shock en que quedan sumidos los países— «en complicidad con las
dictaduras más feroces ha diezmado naciones enteras». Naomi Klein con su
trabajo de investigación —que implica haber comprobado in situ los desastres de la globalización— «desenmascara el modelo
económico que las transnacionales imponen, el modelo del lucro, el modelo de un
sistema compulsivo de consumo, de una publicidad perversa y de trabajo esclavo.»
Pero no todo está dispuesto para hundirse en
el desánimo, el pesimismo o la desesperación. Naomi Klein —se dice en el libro—
ha descubierto en la misma realidad el antídoto contra ese desmadre. «Nuestro
norte es el Sur”, lema de Telesur, el prestigioso canal venezolano de
televisión, puede ser aplicado a la conclusión a que ha llegado Naomi Klein. Los
gobiernos progresistas de algunos países de Sudamérica están demostrando que el
peor camino a seguir es entregarle todo al libremercado que controlan las
transnacionales. La alternativa es la organización «del poder descentralizado
en la colectividad. Así —concluye Herrera—, la formidable obra de Naomi Klein,
planteada como un proceso en marcha, conjuga una teoría y una praxis de lucha
nuevas, que están enfrentando con éxito a un mundo globalizado dominado por las
transnacionales, y constituye, sin duda alguna, el ataque más eficaz y
deslumbrante que se haya efectuado contra estas corporaciones y todo el sistema
que ellas representan. Demuestra de manera evidente que el libre cambio solo
puede aplicarse en regímenes dictatoriales y mediante el terror. Su obra
diseña, además, una nueva alternativa del poder descentralizado en la
comunidad, y constituye uno de los mayores esfuerzos por esclarecer el panorama
socio económico actual». (201). Todo porque «el sueño de la igualdad económica
es muy popular» y porque «es muy difícil de ser derrotado en una lucha justa,
es por lo que se adoptó desde un principio la doctrina del shock.» Existiendo
ese sueño en el imaginario colectivo ninguna pesadilla puede hacerlo naufragar.
Me felicito, pues, de haber sido presentado al eficiente conocedor y divulgador del trabajo de Naomi Klein, José Luis Herrera Zavaleta, en casa de la excelente poeta y mejor amiga, Rosina Valcárcel, en donde él tuvo la generosidad de obsequiarme un ejemplar del libro que me permitió tener acceso a Naomi Klein, el libro, que hace honor a Naomi Klein la intelectual y luchadora en contra de ese enemigo, la globalización, casi siempre «invisible», pero siempre reconocible en los esperpentos que lo representan (los bushs, los yeltsins, los pinochets, etc.); por lo que bien puedo reiterar aquí que son totalmente acertados el título y el subtítulo que José Luis Herrera ha puesto a su libro: Naomi Klein. Símbolo de la antiglobalización. Y me reafirmo en el título que he puesto a esta reseña: «Tenía que ser mujer».
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