Mario Vargas Llosa. Interpretación de una
vida, es el título del libro biográfico que firma Max Silva Tuesta.[1]
Y, en efecto, es una interpretación –a la luz del psicoanálisis– de las
principales novelas del “biografiado”, cuyos títulos sirven para –a su vez–
“titular” a cada uno de los cuatro capítulos que conforman el escueto, pero
sustancioso, libro; aparte del epílogo que pudo llevar el título de La guerra del fin del mundo, y que el
autor ha preferido llamar: “Más trascendentes que la lucha de clases son las
clases de luchas”. Y hay que agregar que las cuatro novelas elegidas (La ciudad y los perros, La casa Verde, Los cachorros y Conversación
en La Catedral) constituyen una elección que coincide con la casi unánime
apreciación de la crítica seria y especializada, que las distingue como las de
mejor factura y mayor trascendencia (incluida La guerra del fin del mundo). Empero, Max Silva, para completar el
cuadro psicoanalítico vital del biografiado que se propuso diseñar, se las ha
arreglado para extender su visión a las otras obras del mismo género narrativo –aunque
menos sobresalientes– creadas por Mario Vargas (incluyendo, de pasada, algunas
de su dramaturgia y ensayo, previo recuento de
toda su producción en el texto introductorio).
Es pertinente
destacar el buen estilo de la prosa con que está escrito el libro, no exento de
humor [aunque
este, por momentos, rompa el tono académico dominante con expresiones como:
“acallado con roche”, “con dos huevos de frente” (en lugar del aforismo ‘con
dos dedos de frente’), “no pasaría piola ni siquiera en una velada escolar”]. Con
todo, ese alto nivel incidido prueba lo que el mismo autor asevera respecto de
su larga data de lector literario o “escudriñador de escritores”, como lo llama
en una nota autógrafa el mismo Vargas Llosa (contracarátula), y también como
creador de, por lo menos, una novela (Nuevo
Hotel Sementerio), con la que –dice– predijo la concesión del premio Nobel al
escribidor (p.56).
Ahora, que la incisión psicoanalítica, destacada
arriba, sea convincente, creo que es algo que está fuera de duda. Hasta se
puede decir que es ejemplar dentro de los métodos de crítica literaria
comparada, biográfica y psicológica, dentro de los que se puede insertar el
trabajo de Max Silva. Pero, también hay que decirlo, es un trabajo que no
escapa al prurito de un exclusivismo formalista y hasta hedonista, que es otra
forma de parcializarse con el biografiado, al asumir de este algunas categorías
teóricas como los “demonios” o la “realidad real” y la “realidad ficticia” (que
Silva llama “realidad objetiva” y “realidad subjetiva”, v. p. 45), lo cual es
perfectamente legítimo (lo consigno aquí solo como una constatación). Pero lo
censurable, sí, es que de la coincidencia pase a la identificación, al
pretender excluir del ámbito crítico a otras posiciones que él –desde su
enfoque inmanentista– descalifica, de manera categórica. Dice:
Sabemos que resulta
impropio o, peor aún, descabellado, el hecho de trasladar un concepto
político-económico, como el de la ‘lucha de clases’ al terreno de la literatura.
(p. 107).
Y esta aseveración –con pretensión de apodíctica– queda así, lanzada al
desgaire, como un artículo de fe, como algo que no necesita ser demostrado o
sustentado, cuando es –como bien se sabe– la base de los estudios marxistas de
la literatura, de los que José Carlos Mariátegui fue introductor en el Perú,
contando además con el apoyo teórico y práctico de César Vallejo, es decir, que
tienen un prestigio y un ascendiente nada desdeñables (sin mencionar a otros
–muchos– autores que en el marxismo han sido).
Y, ya que pasé –inopinadamente– al plano de la revisión correctiva,
también puedo decir que el biógrafo exagera, a veces, en la interpretación de
ciertas metáforas del biografiado, sólo con el afán de hacerlas calzar con el
objetivo de demostrar su personalidad edípica (es un neologismo que tomo del
autor). Dice:
Que MVLL guste de
llamar al novelista “suplantador de Dios” podría obedecer a un deliberado
propósito didáctico de hacerse entender mediante una metáfora, recurso
totalmente válido. Si esta metáfora fue acuñada para utilizarla en una cultura
como la nuestra, donde tradicionalmente se adjudica a Dios la autoría de la
realidad, y si el novelista en su novela crea una nueva realidad como “una
tentativa de corrección, cambio o abolición” de la primera, entonces resultará
lícito llamar al novelista, como nuestro Premio Nobel lo llama, “suplantador de
Dios”. Sin embargo, ¿por qué dice que el novelista tiene, además, una “voluntad
deicida”? Aquí ya no es fácil aducir que se trata de otra inocente metáfora.
Aquí no cabe sino pensar que quien tanto se empeña en hablar de ‘deicidio
secreto’ es psicoanalíticamente sospechoso de parricidio –consumado o no–,
hasta que se demuestre lo contrario. (p. 54).
Y no se trata de “demostrar lo contrario”, sino de
poner las cosas en su sitio. En realidad, ambas metáforas (del deicidio y la
suplantación de Dios) son usadas por MV, para sustentar la teoría formalista de
la “autonomía literaria”[2], y
no fueron planteadas por él para circunscribirlas en una cultura teísta que (dígase
paso, fundamentalistamente –no “tradicionalmente”) “adjudica a Dios la autoría
de la realidad”; él tenía, con ellas, pretensiones de teórico literario y, por
lo tanto, su ambición era “universalista”, generalizadora, pretendía reforzar
dicha teoría formalista. Y otro traspié del biógrafo –coincidente con el
biografiado– es dar por hecho que “el novelista en su novela crea una nueva
realidad” (tesis eminentemente formalista y, es más, con un trasfondo
filosófico idealista innegable), pasando de inmediato a hacer la siguiente cita
de MV, como: “una tentativa de corrección, cambio o abolición” de la realidad,
sin percatarse que en ninguna de sus novelas como “nuevas realidades” se
propone dicha tentativa ‘de corrección, cambio o abolición’ de la realidad.
Todas muestran a la realidad peor de lo que es, con los ingredientes indigestos
(para usar un término caro a Miguel Gutiérrez) del incesto, las violaciones y
descripciones sicalípticas que compiten en espanto con la misma realidad (por
lo cual varios críticos lo han catalogado como un autor naturalista).
Más bien, se debe concluir que, en el caso del
biógrafo, después de haber dado esa interpretación a tales metáforas, se nota
que acusa una cierta estupefacción, puesto que, arguye lo siguiente: si el
novelista se siente “suplantador de Dios”, entonces habría una contradicción si,
a la vez, se dice que tiene una “voluntad deicida”. Y, entonces, dice: ‘la
voluntad deicida ya no es una simple metáfora: es un claro indicio de su
voluntad parricida, es decir, de su complejo de Edipo’. Y –digo yo– lo cierto
es que ambas metáforas son complementarias en la propuesta “teórica” de MV:
‘para poder suplantar a Dios, primero se le tiene que matar’, aunque en el
desarrollo de la propuesta, finalmente, sólo se reduzca la acción del frustrado
deicida a la de un ladrón o depredador, ya que nunca llega a consumarse el
deicidio.
Esas incongruencias de Max Silva se suscitan no
obstante su afán –frustrado– por ser objetivo en lo que va a ser un esbozo de
biografía, acompañada de una crítica psicoanalítica y comparada sobre toda la
obra en relación con la vida del biografiado, para demostrar lo ya dicho –y no
desmentido, más bien alimentado por MV– de sus reflejos edípicos. “Mientras
tanto –dice Silva–, en este libro nos conformamos con realizar un recuento
provisional de su vida y obra. El resultado naturalmente será parcial, aunque de
ninguna manera parcializado: lo conseguiremos manteniendo a raya a la envidia,
al prejuicio y a cualquier otra condición subalterna.” (p. 11). En efecto, al
término ‘parcial’ se le ha de dar la acepción de “incompleto”, es decir, de no
ser “totalizador”. Y, más bien, con él se preconiza la perspectiva de hacer un
estudio “total”. Faltando una página para poner el punto final de su trabajo,
Silva alienta un proyecto en ese sentido, la confluencia de varios puntos de
vista de estudiosos que abarquen la vida y la obra de MV en su conjunto.
“Tomando en cuenta todo eso –dice–, cada uno desde su especialidad, ojalá se
integre un equipo que al final, como la consecuencia de un gran objetivo, se
corone con un libro bajo el título de Mario
Vargas Llosa Total.” (p. 119. Negrita del autor). Y esa sola declaración
minimiza su imparcialidad, no sólo porque su línea de pensamiento solo
corrobora los presupuestos psicoanalíticos del propio Vargas, en relación con
su pregonado odio al padre y su fijación por la madre, lo cual Silva se limita
a rastrear en sus novelas, no sólo por eso –decíamos– se da su parcialización
sino porque en ningún momento cuestiona su fundamentalismo neoliberal,
limitándose a poner ciertos reparos a algunas de sus obras. Y esa parcialización se hace explícita cuando propone crear una
“vargasllosología”, porque –aunque no lo quiera– está incentivando un culto a
su biografiado, un culto que ya existe, aunque no institucionalizado, y lo
sería de hacerse lo que él sugiere. Pero veamos lo que dice Silva:
De hecho esta vargasllosología debería estar
exenta del fenómeno contrario al del ‘anti’, que sería el hecho de convertir a
MVLL en una intocable vaca sagrada (llamaremos a esta opción el ‘pro’ del
asunto).[3] No
sabríamos decir a ciencia cierta qué sería más perjudicial, en este caso, si el
‘anti’ o el ‘pro’. (pp. 117-118).
Y esta es
una característica del método o de la ideología de Max Silva. La actitud del aurea mediocritas, o dorado término medio, relacionada con
el intento de alcanzar un punto medio entre los contrarios. Y lo cierto es que
–sin decirlo o a pesar de lo dicho– se buscaría la sacralización evitando lo
perjudicial de los extremos. Sigue la cita:
En el ‘anti’ por lo menos existe la
posibilidad de suscitarse un debate, pero en el ‘pro’, ¿qué se puede debatir si
ya se ha llegado a instaurar una consagración sin vuelta de página? (Ibídem).
Y a
continuación pasa a poner ejemplos de ambas posiciones para dejar entrever, al
final que él busca el equilibrio, pues al mismo tiempo que pone de relieve las
bondades de sus criticados, también hace
lo mismo con los que considera sus defectos. Y así dice:
Al autor peruano que más conocemos, quién
sabe, sea César Vallejo. Por eso estamos en condiciones de decir, con vergüenza
ajena por cierto, que con la figura del autor de Poemas humanos se ha instaurado la dictadura de la sacralización.
¡Ay del que se anime a decir, por ejemplo, que la novela El Tungsteno es una mala novela! Nosotros ya lo estamos diciendo,
obviamente, y no por eso deberían enrolarnos en las filas del antivallejismo,
como tampoco en las filas del antivargasllosismo, si ahora mismo afirmamos que
todas las obras de teatro de MVLL son obras muy mediocres, siendo la peor El loco de los balcones, que no pasaría
piola ni siquiera en una velada escolar. (Ibíd.)[4]
Y el hecho
de que yo contradiga aquí lo dicho por el autor reseñado no quiere decir que
sea un “provallejiano” (en el sentido que él le está asignando: de ser su
panegirista o su defensor a ultranza, faenas que Vallejo y su obra no
solicitan, pues se defienden por sí solos). El problema no radica en que se
diga una afirmación como esa: “El
Tungsteno es una mala novela.” Es decir, el crítico puede consignar todo lo
bueno, lo malo y lo feo que quiera respecto de una obra, con la única condición
de que lo sustente, que lo dicho esté motivado, y no que se plantee como si
fuera una verdad que no necesita demostración. Por eso es que la propuesta de
una “vargasllosología” o “vallejología” sólo pueden existir si son favorables a
los involucrados, si no la actitud de equilibrio del aurea mediocritas siempre se va a mover entre los pros y los
contras, y las “logias” devendrían ollas de grillos. Pero de la incongruencia
anotada el autor pasa a esta otra:
A esos que se van a rasgar las vestiduras
porque en este libro se ha dicho que El
Tungsteno es una mala novela les recomendamos que esos arrestos que
malgastarían en tal posible protesta deberían utilizarlos más bien en
esforzarse por editar, al fin, la OBRA POÉTICA de Vallejo sin erratas. César
Vallejo es universal por su poesía. Sin embargo, luego de más de setenta años
de haber muerto el más universal de nuestros poetas, aún no se edita sin
erratas su mejor carta de presentación que es su obra poética… (Ibíd.).
Y, realmente, esta conclusión a la que
llega no tiene nada qué ver con que se contradiga lo por él afirmado, que “El Tungsteno es una mala novela”. Editar
la poesía de Vallejo sin errores no está en manos de quien (“sin rasgarse las
vestiduras”) recuse lo dicho por Silva. Y si de actuar en ese sentido se
tratase, pues, quien debería empezar a cumplir con su recomendación sería el
propio Silva que lo cita con una errata: “Y saber que donde nos hay un Padrenuestro,/ el Amor es un
Cristo pecador.” (p. 40). Aunque no sé si él tiene los originales de Vallejo y
ha hecho la corrección, pues ha visto que en ellos figura “nos”, en lugar de
“no”. Aunque otras erratas como esa ha cometido contra su biografiado al
escribir Travesuras de una niña mala (p. 110), o la famosa
expresión “sartrecillo valiente” aplicada a MV, él la ha modificado en su
versión original “el sastrecillo valiente” (p. 58).
Muchas
veces cuando se exagera respecto de la propia sapiencia, se suele caer en la soberbia
si no en la pedantería, pergeñando frases o verdades apodícticas que, con un
poco de modestia, se reducirían a hipótesis digeribles. En ese sentido, se
aprecia en algún momento que Silva llega a dar por zanjado el problema de la
existencia o pertinencia del uso de las categorías socio-políticas de
“izquierda y derecha”, y lo hace por la vía expeditiva de la supresión. Lo cito
en extenso. Dice:
En este mundo jerarquizado, así se encumbraba
quien era izquierdista por encima de quien no lo era. Incluso los mismos
izquierdistas se jerarquizaban mutuamente. ¿Y quiénes podían ser mejores, los
apristas o los comunistas? (p. 108).
Y, para
comenzar, el Apra dejó de ser un partido de izquierda (si es que alguna vez lo
fue) desde que se convirtió en partido electorero, en 1930, aunque ya antes
(1928) Julio Antonio Mella lo había desenmascarado como un vulgar conglomerado
de pequeñoburgueses oportunistas. Si así estaba planteado el panorama, ¿cómo se
puede decir que “los mismos izquierdistas se jerarquizaban”, poniendo en un
solo saco a apristas y comunistas? Y en seguida de la cita anterior, Silva
Agrega:
Ello sucedía, claro está, cuando el Apra aún
era un partido respetable y no como el de ahora, que no lo es por donde se
mire, y también cuando el comunismo tenía la aureola de encarnar la redención
universal de los humillados y ofendidos, para decirlo dostoievskianamente,
aureola en la actualidad totalmente apagada, debido a ese apagón lúgubre y
definitivo acaecido en 1989. (Ibíd.).
Nótese la posición
intermedia, tercerista: si los dos polos (Apra y comunismo) prácticamente son
cadáveres para él, ¿quién queda? Un partido de centro-derecha. Pero también
cabe preguntarse, ¿es acertado decir que el comunismo colapsó con la caída del
muro de Berlín y la derechización de los países del socialismo burocrático de
la órbita moscovita? El hecho de que defeccionara ese “socialismo”, no quiere
decir que la izquierda y el comunismo hayan sufrido un “apagón lúgubre y
definitivo”. Esto, obviamente, lo dice alguien cuyo pensamiento está más tirado
a la derecha, aunque no esté en su extremo, y, precisamente por eso, por
apostar por el centrismo “niega” la existencia de la derecha y de la izquierda.
De ahí que continúe:
Con tanto desprestigio de por medio de la
llamada izquierda y con tanta codicia hasta por un centavo de la llamada
derecha, por una parte, y, por otra, si tenemos la certidumbre de que entre la
gente de izquierda y la gente de derecha siempre hay gente de lo mejor y
también, por supuesto, gente de lo peor, de modo que ser izquierdista no
garantiza nada, lo mismo que ser de derecha no acarrea desprestigio alguno per se, lo único que importa en esta
útil taxonomía política es el tema ético, en el sentido de que si tal
izquierdista o tal derechista es o no es una persona honrada y con la honra a
prueba de todo. (Ibíd.).
Es decir,
puro idealismo. Se definen las cosas por la ética, la moral, la educación, y no
por las condiciones de clase. Entonces, mejor échatelas a buscar entre los
ponderados clasemedieros, los personajes del centro-derechismo. Los extremos:
derecha e izquierda son perniciosos. Y, pese a que antes ha hablado de una
“útil taxonomía”, desde esa perspectiva, termina su paralogismo con una
perorata estridente y fuera de contexto:
Lo demás termina siendo el tráfico de una
estupidez categorizadora, a la que ahora solo se adscriben los tontos de
capirote y los que todavía sacan buenos dividendos de la vigencia de tal
estupidez. (p. 108).
Lo dicho,
Silva nos está alertando: no vayamos a los extremos, busquemos el equilibrio
ideal: hombres éticos y de moral a toda prueba, que no sean de derecha ni de
izquierda. Lo cual es, a final de cuentas, la prédica ideológica de la pequeña
burguesía, de las clases medias que siempre terminan adhiriendo al fascismo.
Lamentablemente,
Max Silva, a pesar de sus protestas en contrario, se ha sumado a una larga
“lista de pro-vargallosólogos”, que, con el criterio sano –a no dudarlo– del
equilibrio, la moderación o la ecuanimidad que exigen a quienes critican a MV,
resultan haciendo lo contrario de su prédica, y arremeten contra esos críticos
con las peores calificaciones. Con el agravante de la abstracción, es decir,
sin especificar de qué personas se trata cuando se refieren a esos “críticos
enemigos de MV”, poniendo en un solo saco, obviamente, a todos. Veamos algunos ejemplos, comenzando por Max Silva, quien
dice: “Menos mal que los también acérrimos
enemigos de MVLL son poco dados a la lectura y hasta podría decirse que son
analfabetos funcionales.” (p. 50). Y, por supuesto, en esta condena va implícito
el autoelogio.
Tenemos también el caso de Miguel Gutiérrez: para él, quienes critican desfavorablemente a las obras
de MV resultan ser “intelectuales mediocres y sobre todo oportunistas que
encontraron en el cambio ideológico del autor de La guerra del fin del mundo, la coartada perfecta para ocultar
pasiones subalternas como los (sic: “las”, porque trata de “pasiones”) de la
mezquindad y la envidia.” (“Prólogo” a El
pacto con el diablo, 2007).
Y, por último, César Lévano (el más reciente). En el “Editorial” del diario La
Primera, del día miércoles 21 de nov. de 2012, hizo un rechazo categórico a
los exabruptos que el fujimorismo lanzara contra la persona de MV, más que
contra sus declaraciones. Y, a propósito de ese desaguisado, se puso él (Lévano)
como ejemplo de ponderación y sindéresis, pues dice que en su libro Arguedas, un sentimiento trágico de la vida,
destaca la misma impronta de Alfredo Torero, que, sin agraviar a MV, demostró
su equivocación respecto de Arguedas en relación con las comunidades campesinas
del Perú. Y, si no se olvida que Alfredo Torero estuvo ligado ideológicamente
con Sendero Luminoso (siendo esta una evidencia de dominio público, no es
infidencia decirlo), de paso Lévano quiere hacer ver que él tampoco se fija en
esa realidad (de que Torero fuera su antípoda ideológico, si tampoco se olvida
la antigua –y nunca clausurada– filiación revisionista y oportunista de Lévano)
y con igual ponderación lo cita en su libro; por tanto, ambos –Lévano y Torero–
son –como diría Shakespeare por boca de Marco Antonio ante el cadáver de Julio
César– dos varones pundonorosos. Y, a partir de esa comparación, agrega:
No siempre se
siguen los buenos ejemplos (¡). En estos días leí una larga entrevista al
animador de un gremio de escritores en la cual se afirma que un veterano poeta
puneño vivo es para la cultura peruana ‘más importante que Vargas’. Se refiere
a Vargas Llosa.
Si no se pierde de vista que en el Perú hay un solo Gremio de
Escritores, y que este tiene en el poeta Jorge Luis Roncal a su más visible
animador, es obvio que Lévano –con pusilánime elipsis– se está refiriendo a él.
Y, lo que es peor, a pie juntillas, lo compara con el asesino Fujimori, dice: “El
recurso despectivo tiene un antecedente. En el debate de 1990 en televisión, Fujimori habló del ‘doctor Vargas’.” Es decir, como Fujimori se
refirió a MV llamándolo el “doctor Vargas”, éste es el maestro negativo del que
Jorge Luis Roncal recoge el “recurso despectivo”, pues también se refirió al
novelista llamándolo sólo por su apellido paterno. Pero bien se sabe que
Fujimori había sido asesorado en ese sentido, pues ya se había dado el
antecedente de la polémica entre MV y Ángel Rama (en adelante ÁR), y ahí fue
que MV le reclamó airadamente a ÁR por usar su apellido paterno y dice: “¿qué es esa
malacrianza de acortarme el apellido?”, observación que mereció la siguiente
apostilla de ÁR: “Tomo nota de que sólo se le puede mencionar con los dos
apellidos: en alguna ocasión me explicará si cuando a un escritor que firmaba
Miguel de Cervantes Saavedra se le llama Cervantes a secas (...) estamos ante
un ejemplo de malacrianza o se trata de un privilegio que la corte virreinal
del Perú reserva exclusivamente a los niños bien.”
Pero en la reconvención de Lévano contra Roncal por “seguir
al maestro negativo: Fujimori”, hay otra arista que él usa como censura subliminal:
que “no siguiera el buen ejemplo de Torero y de Lévano”. ¡Oh, qué gran error el
mío!, aquí estoy incurriendo en el mismo pecado de Roncal: no los he llamado
por sus nombres completos, sólo por sus apellidos: Torero y Lévano. Y lo que ya
raya en el mayor sacrilegio: en todo este artículo me he referido al novelista
usando sólo dos de sus iniciales: MV (salvo al hacer las citas del libro
reseñado). Pero, para
evitar suspicacias o por no herir susceptibilidades, aquí debo aclarar la razón
de ese uso abreviado (y que también creo advertir en el caso de Roncal), y la
razón es puramente práctica o por economía lexical. No por irreverencia ni mala
intención. Por favor.
[1] Max Silva Tuesta, Mario
Vargas Llosa. Interpretación de una vida, Lima: Editorial San Marcos, 2012.
[2]
Cf. Julio Carmona, El mentiroso y el escribidor. Teoría y
práctica literarias de Mario Vargas Llosa, Lima: Fondo Editorial del
Pedagógico San Marcos, 2007.
[3] Y Silva no se
cura de su parcialidad. Al final de su trabajo pone a MV a la altura de Vallejo
y dice: “Ya es hora de que la crítica peruana se reivindique estudiando sin
pausa ni medida tanto a César Vallejo como a MVLL, que sus obras –es verdad
aunque usted no lo crea– trasuntan universalidad.” (p. 118).
[4] No creo que Max Silva ignore la
opinión, autorizada, de Miguel Gutiérrez que demuestra todo lo contrario respecto de El Tungsteno. Cf. Miguel
Gutiérrez, Vallejo narrador, Lima,
Fondo editorial del Pedagógico San Marcos, 2004
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