Una noche de junio de 1994 el poeta y novel editor Jorge Luis Roncal nos presentó.
Tengo entre mis manos las fotos que evidencian ese encuentro. Están allí para la perennidad y el recuerdo: Rosina Varcárcel, con su cabellera negra y su sonrisa danzarina, Julio Nelson con su bigote recortado y su seriedad de siempre, Jorge Luis Roncal con su incipiente barba y su camisa blanca y el suscrito, que por aquellos años se desempeñaba como profesor de dibujo técnico y promotor cultural y director de la revista IDAT; con el cabello aún oscuro y mi saco de combate a cuadros.
Entre nosotros y entrelazadas las manos; con su cabellera crespa, negra y alborotada; sus lentes de metal, su saco crema y su pantalón marrón: el poeta Juan Ramírez Ruiz.
Detrás de nosotros y sobre una mesa, una enigmática bolsa negra.
Era una noche de poesía. Leíamos, para los alumnos de esa institución.
De rato en rato; Juan Ramírez Ruiz echaba mano a la bolsa negra y sacaba una botella de coca kola, llena con ron Cartavio, con la cual Juan y yo brindábamos, entre poema y poema.
De allí enrumbamos a un bar cercano y las cervezas continuaron; mucho después que Rossina, Jorge Luis y Julio Nelson se marcharan.
Esa noche me contó sus avatares poéticos. De hora Zero, grupo al cual conocía desde Cajamarca y a cuyos integrantes, leíamos ávidamente con nuestro entrañable Bethoven Medina y que nos impulsó a formar el grupo Raíz Cúbica. Habló de la poesía y la amistad con Enrique Verástegui (a quien debo un par de vinos: pagaremos Enrique), de Pimentel, del Palermo. Y de su alejamiento del Grupo.
Eran más de las cuatro de la mañana, cuando el mesero del bar Monarca en Guzmán Blanco nos dijo que estaban cerrando.
La segunda vez que nos encontramos fue en el local de Jorge Luis Roncal del jr. Moquegua; en los apuros, previos a la publicación de mi Ventisca.
Allí me entregó y dedicó sus Armas Molidas "sólo regalo a la gente que va a leerlo", me dijo. Era casi mediodía y Jorge Luis nos llevó a uno de sus clásicos y frecuentados huariques. Él pidió un café. Juan y yo una cerveza cada uno; las que se fueron sumando y sumando hasta llenar la mesa.
Caía la tarde; la inolvidable conversación y los chistes continuaban.
Me pidió que lo acompañara a tomar su carro en Abancay "para el camino, una botita de Cartavio, compadre", me dijo.
Nos sentamos en una flamante banca del remozado y enrejado parque Universitario; al costado de la casona de San Marcos, frente a la Cripta y la ex librería de Mejía Baca y como quien mira al viejo Palermo; nos tomamos esa generosa botella de Ron.
"Mis raíces son norteñas" , me dijo, tomando a pico de botella, el añejo ron, "cántate un yaraví".
No se si lo hice bien. Tal vez no vuelva repetirlo más. Salvo pedido expreso de Ricardo Vírhuez.
Recordando las pechadas de mi tierra cajamarquina "Ay qué lejos me lleva el destino" los transeúntes nos miraban asombrados "como a hoja que el viento arrebata" los lustrabotas nos rodeaban "hay de mí tu no sabes ingrata" abrazados cantando "lo que sufre este fiel corazón" llorando.
Los guachimanes alertados, nos sacaron del parque por escándalo y contra la tranquilidad pública; viéndolo subir en una couster, en la esquina de la avenida Abancay.
Hasta hoy.
Fransiles Gallardo,
Perú
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