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domingo, 8 de noviembre de 2009

Edgar Borges: "Literatura: ¿Confrontación o sosiego?"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.


El gusto es libre. Y relativo. Hay muchas literaturas. Y es sano que así sea. Sin embargo, quizá hoy, como nunca antes, una niebla global cubre buena parte de la obra literaria (que descubrirán los exploradores de un tiempo futuro).

La literatura enfrenta al lector a su imaginación. El sólo hecho de pensar es un ejercicio que invita a replantear cualquier realidad, por muy absoluta que ésta se pretenda. Despertar la inventiva del lector ha sido trabajo importante para los escritores de cualquier época y género. Charles Dickens, por ejemplo, en su momento fue considerado un autor de éxito. Incluso, era poseedor de una habilidad que le permitía vender muy bien su obra y su imagen pública. Pero, en paralelo a este valor (que hoy, quizá sería considerado "comercial"), ¿quién podría negar el poder fabulador de Dickens que (como telaraña) le posibilitaba al lector el conocimiento de nuevas realidades? Para hacer creíble una aventura, es necesario (de parte del autor) ubicar, en su justo equilibrio, documentación y palabra.

Hay otros escritores, un tanto más osados, que de manera planificada asumen el objetivo de incomodar al lector. Unos logran esto con el contenido y otros con el discurso; también hay quienes se valen de ambas estrategias para inquietarnos la existencia. Ejemplos hay muchos, desde el absurdo que, como telaraña, Franz Kafka arrojaba sobre historias cotidianas, hasta el juego laberíntico que proponía Julio Cortázar. En cada asesinato que cometía un personaje de Edgar Allan Poe había una apuesta por la indagación de la conciencia. Lo bestia y lo sublime, como en la vida, habita en los personajes de la literatura de confrontación interior.

No obstante, el siglo XXI nos ha caído encima con la saturación de una literatura de consuelo. Se trata de una avalancha de libros cuyo objetivo, más que enfrentar, pareciera ser estupidizar. ¿Quién dijo que La metamorfosis de Kafka o El extranjero de Camus no entretienen? Sí, entretienen a la estupidez mientras ponen a trabajar a la inteligencia. La literatura de consuelo asalta cualquier tema y lo banaliza, lo desdibuja, como si su función fuese darle a la palabra un uso adormecedor.

En la otra acera, la de la madre calle, está la ficción que derrumba y construye realidades. Ya lo sabemos, la ficción es una mentira (otra realidad) bien contada. Pero, para lograr levantar historias confiables, hace falta, más que un tema, la convivencia entre documentación, verosimilitud y verbo. Lo que se le cuestiona a Dan Brown, por ejemplo, no es que pretenda (y lo pretende) contar historias de catedrales, sino el bajo nivel investigativo y verbal que dispone para alcanzar su meta (el otro día soñé que Dan Brown se había encontrado con Arthur Rimbaud en pleno desierto. El primero reaccionó como si se tratara de una pesadilla; mientras, el segundo, a larga distancia supo que todo era un espejismo).

Lo peor de estos espejismos es que a partir de que algo semejante se convierte en una realidad impuesta (por el mercado), aumentan los asaltos a toda clase de temas. Recuerdo el Fantomas que Julio Cortázar puso a luchar contra un exterminador de escritores. Se me ocurre que hoy necesitamos un superhéroe (quizá el mismo lector) que batalle contra los asaltantes de literatura.

A propósito de la publicación de Caín, la nueva novela de José Saramago, Pilar del Río, periodista y esposa del escritor, asegura que "estamos ante un libro que no nos dejará indiferentes, que provocará en los lectores desconcierto y quizá alguna angustia". Y, por si surgiera temor en algún posible lector, Pilar aclara que "la gran literatura está para clavarse en nosotros, lectores, como un puñal en la barriga, no para adormecernos como si estuviéramos en un fumadero de opio y el mundo fuera pura fantasía". Sobre el tema, el propio Saramago sostiene que escribe para "desasosegar profundamente" al lector.

Pero no nos alarmemos; la gran literatura goza de muy buena salud. Sólo ocurre que, en tiempos de niebla, anda transitando los subterráneos del mundo.

Edgar Borges, escritor venezolano.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Bertolt Brecht: "Nuestras derrotas no demuestran nada"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.





HOMENAJE A BERTOLT BRECHT

Cuando los que luchan contra la injusticia
muestran sus caras ensangrentadas,
la incomodidad de los que están a salvo es grande.

¿Por qué se quejan ustedes?, les preguntan.
¿No han combatido la injusticia? Ahora
ella los derrotó.
No protesten.

El que lucha debe saber perder
El que busca pelea se expone al peligro.
El que enseña la violencia
no debe culpar a la violencia.

Ay, amigos.
Ustedes que están asegurados,
¿por qué tanta hostilidad?
¿Acaso somos
vuestros enemigos los que somos
enemigos de la injusticia?

Cuando los que luchan contra la injusticia
están vencidos,
no por eso tiene razón la injusticia.

Nuestras derrotas lo único que demuestran
es que somos pocos
los que luchan contra la infamia.
Y de los espectadores, esperamos
que al menos se sientan avergonzados.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Ricardo Dolorier: “Flor de Retama”

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.


Homenaje a Ricardo Dolorier, autor del huayno:

FLOR DE RETAMA

Vengan, muchachos, a ver,
ay, vamos a ver
en la plazuela de Huanta
amarillito flor de retama,
amarillito amarillando
flor de retama.

Donde la sangre del pueblo
¡ay! se derrama
ahí mismito florece
amarillito flor de retama,
amarillito amarillando
flor de retama.

Por cinco esquinas ya están
los Sinchis entrando están:
Van a matar estudiantes,
huantinos de corazón,
amarillito amarillando
flor de retama;
van a matar campesinos,
huantinos, sin compasión,
amarillito amarillando
flor de retama.

Los ojos del pueblo tienen
hermosos sueños,
sueñan el trigo en las eras
el viento por las laderas
y en cada niño una estrella.

La sangre del pueblo tiene
rico perfume
huele a jazmines, violetas
geranios y margaritas
a pólvora y dinamita.
¡carajo!
a pólvora y dinamita.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Antonio Correa Losada: "Esa rara sensación de escribir"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.




(Desde Quito, nuestro corresponsal y aliado, el escritor y gestor nos manda una breve y hermosa columna, sobre el estupor y la sorpresa que le producen las críticas, percepciones y develaciones que los lectores hacen de sus poemas, especialmente los contenidos en su último trabajo, Crónica del Magdalena River. Gracias a esos alumbramientos del otro, Correa empieza a re-conocerse).

Todo poeta sabe bien que el poema es un ser bifronte. Por un lado un instrumento que nos obliga a entrar en confrontación constante con uno mismo y por otro, el gran instrumento de la comprensión humana.

Toda escritura lleva el ritmo desazonado de vivir. Al escuchar diversos comentarios sobre mi último libro de poemas Crónica de Magdalena River, publicado por Ediciones El Búho, en 2008, me embargó una extraña sensación de perplejidad, pues, no pensé que a mis poemas los invadiera una atmósfera dura de tristeza. Luego, comprendí que los lectores encuentran con precisión lo que un texto dice, cuando asocian las palabras a esa rara costumbre que tienen los locos de hablar solos y, que bien, podría identificarse con el oficio de escribir.

Quise responderle a mis amigos (no sin cierto pudor), que me hubiese gustado hacerlo desde el estado alegre de la condición humana, pero que me tocó en suerte hacerlo desde la oscilante mecánica de la desolación, como una forma de exorcismo personal contra la muerte, que aún, sobre nuestra resistencia nos vincula con el mundo. Toda escritura nace de su entorno y el escritor no es consciente de cómo se va impregnando de esa fuerza.

De niño trepaba, al amanecer, los muros del matadero de mi pueblo y con ojos espantados miraba el sacrificio de las reses que soltaban un profundo aullido hasta morir.

Nací en uno de los pueblos del sur, cuando aún era un valle verde y silencioso, cerca de las majestuosas y solitarias estatuas de San Agustín. En la parte alta del valle nace un río, que de un tajo baña toda la geografía de Colombia. Allí vi a los muertos que bajaban en mulas hasta la tienda de abarrotes que tenía mi padre en la entrada del pueblo. La dura historia de hombres y mujeres que nacimos en el año cincuenta.

Pero, la lectura en su cabalismo profundo es la que fija la terca sensación de escribir. Las noches, eran una lancha silenciosa rozada sólo por el crujir de las flores de plátano en el patio de la casa, donde era llevado por las hojas interminables de los libros, en suave y alterado embrujo hasta el amanecer.

Ahora, después de varios años los libros abiertos, exactos y graduales, esperan con paciencia su turno hasta la relectura. Mi biblioteca es un asunto en caos, donde pasea un animal ansioso y, bajo el llamado del antiguo vicio, los libros, gratos y soberbios, me lanzan a escribir mi propia desazón en un papel en blanco.

Siempre nos preguntamos ¿Qué es la poesía? Se ha respondido que es el estilo particular que tienen los individuos para comunicarse consigo mismo y con los demás. Ricardo Cassiano, poeta portugués, la definió con abrumadora sencillez, como “Una isla rodeada de palabras por todas partes / escritas con el sudor de la frente / de un hombre (o una mujer) que tiene(n) hambre como todos los hombres (y mujeres)”.

En mi doble condición actual de ciudadano de dos países, Colombia y Ecuador (recibí la honrosa distinción de ciudadano ecuatoriano en el 2008), me he preguntado si la poesía obedece a una región o a un país. Entonces, si en el Caribe existe una literatura del Caribe ¿podemos hablar en los Andes de una literatura andina? Con este interrogante en la cabeza, como coordinador del Encuentro Internacional de Escritores convocado por el Gobierno de Pichincha el año pasado, escribí al poeta Mario Montalbetti, de Perú, invitándolo a participar con un tema enrumbado en esta dirección.

Al conocer su ponencia, Poesía & Nación, que en uno de su apartes dice: “No crece en mí ninguna envidia patriótica al saber que Neruda haya sido chileno o Seamus Heaney sea irlandés o Marianne Moore norteamericana o Adoum ecuatoriano o Pessoa portugues”. Al señalar este breve fragmento y gozar de la lectura a lo largo de su lúcido ensayo, comprendí la importancia y peligros del asunto.

Se ha dicho con meridiana claridad, que la poesía, precisamente por ser una actividad central del espíritu humano, no pertenece a ningún lugar determinado. Así, Octavio Paz, cuando se refiere a la lírica sueca, dice: “entre sur y oeste hay un infinito número de puntos: una infinidad de caminos equivocados. Quizá por eso los Aztecas y otros pueblos más cuerdos que nosotros creían que los puntos eran cinco: Norte, Sur, Este Oeste y Centro”.

Pero a pesar de todo, los individuos nos extraviamos con gran facilidad. Lo desconocido nos rodea aunque sepamos el nombre de nuestros vecinos, porque no estamos seguros de nuestra propia identidad.
(Texto tomado de Con-fabulación Periódico Virtual ).

miércoles, 4 de noviembre de 2009

FALLECIÓ CLAUDE LEVI-STRAUSS

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.

FALLECIÓ CLAUDE LEVI-STRAUSS

Se anunció hoy el fallecimiento, ocurrido el pasado domingo, del último gigante del pensamiento francés, fundador de la antropología moderna. El año pasado, al cumplir cien años había sido homenajeado con una jornada dedicada a él y a su obra en el Museo del Quai Branly, una exposición en la Biblioteca Nacional y la publicación o reedición de numerosos libros suyos.

"Odio los viajes y los exploradores …": así de radical hubo comenzado, uno de los viajeros y exploradores más prolíficos del siglo XX su autobiográfico "Tristes Trópicos" (1955). El tono escéptico - aunque no cínico - era característico de quien tal vez haya visto demasiadas cosas y sufrido demasiadas decepciones como para dejar un hueco a la esperanza en el ser humano. Quizá esa distancia hacia las personas y hacia la vida en general le haya permitido a Levi-Strauss convertirse en un genial observador del ser humano.

Había estudiado filosofía y derecho, aunque lo aburrieron. Contaba con una vasta cultura clásica y literaria y también con profundos conocimientos en música clásica y contemporánea. Sin embargo, sus "tres amantes", como él las definía, fueron la geología, el marxismo y el psicoanálisis. Tanto la geología, como el marxismo y el psicoanálisis comparten una premisa: las cosas constan de estructuras y estas estructuras pueden ser descubiertas y analizadas en detalle

Pionero del estructuralismo, recorrió el mundo para comprenderlo y estudiar sus mitos, Lévi-Strauss obró por la rehabilitación del pensamiento primitivo, a veces con la mirada de un moralista. "A caballo entre filosofía y ciencia (...), su obra es indisociable de una reflexión sobre nuestra sociedad y su funcionamiento.

En 1931 obtuvo el título de catedrático de filosofía. Nombrado profesor en la Universidad de Sao Paulo, se trasladó en 1935 a Brasilia donde dirigió varias misiones etnológicas en Mato Grosso y en Amazonia. "He sido siempre un americanista a causa de la impresión imborrable provocada en mí por el Nuevo Mundo, a lo que se agrega el trastorno, que dura aún, causado por mi contacto con una naturaleza virgen y grandiosa (...) Creo que ningún otro continente necesita tanta imaginación para estudiarlo", escribió.

En 1941, debido a su origen judío que lo obligó a dejar Europa, se refugió en Estados Unidos, enseñó en Nueva York y conoció allí al lingüista Roman Jakobson, que tuvo una gran influencia sobre él. En 1949 asumió el cargo de subdirector del Museo del Hombre de París. En 1959, ocupó la cátedra de antropología social del Colegio de Francia, donde ejerció hasta su jubilación, en 1982. Doctor honoris causa por varias prestigiosas universidades (Oxford, Yale, Harvard, etc...), fue el primer etnólogo elegido miembro de la Academia Francesa (en 1973).

Entre sus principales obras figuran "Estructuras elementales del parentesco", "Antropología estructural" I y II, en las que aplica al conjunto de los hechos humanos de naturaleza simbólica un método, el estructuralismo, que permite discernir formas invariables dentro de contenidos variables, y "El pensamiento salvaje". Es también autor de "Mitológicas", obra de la que el primero de sus cuatro tomos ("Lo crudo y lo cocido") ilustra la oposición entre naturaleza y cultura.

En una de las escasas entrevistas que otorgó en los últimos años (en 2005), tras evocar su "deuda" con Brasil, afirmaba: "vamos hacia una civilización de escala mundial. En la que probablemente aparecerán diferencias, al menos hay que esperarlo (...). Estamos en un mundo al que yo ya no pertenezco. El que yo he conocido, el que he amado, tenía 1.500 millones de habitantes. El mundo actual tiene 6.000 millones de humanos. Ya no es el mío".

(Texto proporcionado por Adriana Riss).

martes, 3 de noviembre de 2009

Julio Carmona: "César Vallejo y su relación con el vanguardismo"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.

(Ponencia presentada en el VIII Encuentro "Manuel Jesús Baquerizo", realizado en la ciudad de Huamachuco entre los días 28 y 31 de octubre de 2009).

Vanguardia y revolución son dos conceptos que marcan a la literatura que surge en América al comenzar el siglo XX. El concepto de revolución surge bajo el influjo de las revoluciones mexicana (1910) y rusa (1917). Y su reflejo en la literatura marcha paralelo a la “evolución” artística que se está dando en Europa con el vanguardismo, que, en cierta medida, busca revolucionar el arte. Por ello, los límites entre ambas corrientes socio-culturales de comienzos del siglo XX, son muy sutiles, pero son. Y tal vez el más notorio sea el que marcan las características del orden y la aventura con sus signos específicos en relación con la realidad: de acercamiento (el primero) y alejamiento (la segunda).

La literatura americana moderna no es flor de invernadero, no nace por partenogénesis, como ciertos organismos unicelulares. Es una literatura, pues, que está marcada por un hecho palmario: la existencia de dos maneras contrapuestas de entender el arte: aquella que lo aleja de la realidad y lo aísla valorándolo sólo por su forma, y de ahí le viene la denominación de formalismo, y la otra que acerca el arte a la realidad considerando, incluso, que su misma forma es deudora de ella, y por esa cercanía a lo real adopta la denominación de realismo. El vanguardismo, con su pretensión declarada de hacer avanzar al arte más allá de lo que había ocurrido desde el renacimiento (y los movimientos que lo sucedieron), circunscribió ese impulso a los límites puramente formales, y no trascendió a buscar el vínculo con la revolución social, a pesar de la postura política asumida por el surrealismo (que no pasó de eso: postura). Contrariamente, el realismo en su afán de no aislarse de la realidad, asumió de ésta la dimensión irrevocable de la revolución social que, indirectamente, implicaba una transformación artística, la misma que no tenía por qué ser solamente formal.

Para definir al vanguardismo (formalismo) y al realismo suele usarse, también (aparte del orden y la aventura), las expresiones de pesimismo y optimismo. Pero, en realidad, lo que debe hacerse respecto de éstas, para deslindar sus diferencias, es determinar el carácter de clase que las sustenta. Y entonces se verá que ambas pueden darse en cualquiera de las clases sociales. Un poema burgués o un poema proletario pueden ser optimistas o pesimistas. De donde se deduce que tanto el optimismo como el pesimismo no deciden la dirimencia. Es más, no se pierda de vista que tanto el pesimismo como el optimismo suelen ser estados de ánimo extremos en que se debate la pequeña burguesía. Y en ese sentido se puede decir con William George Ward que "El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas", es decir, que las dos primeras opciones son insuficientes, porque no son dialécticas; mientras que la del realismo sí lo es, porque el hombre realista es el que sabe estar en la realidad, creando sentidos y posibilidades positivas para la vida humana. Realista –como ha dicho alguien– es aquél que convierte sus diferencias con otros en un espacio de crecimiento personal y colectivo, y se responsabiliza de sus actos y decisiones frente a las opciones de solución y de construcción de consenso. Realista es aquél que –al decir de José Vasconcelos y lo admitía Mariátegui– proclama un pesimismo de la realidad basándose en un optimismo del ideal.

Muchas veces el término ‘vanguardismo’ se usa de manera indiscriminada para clasificar como tales a algunos poetas, considerando, por ejemplo, sólo la época en que les tocó actuar (de preferencia las tres primeras décadas del siglo XX) que coincide con el movimiento vanguardista europeo del período de entreguerras (1918-1939). El criterio de peso para esa clasificación es el hecho de que esos poetas impulsaron con su obra la transformación formalista que había iniciado el modernismo, y que con el vanguardismo llegó a límites insospechados. Y, en ese sentido, la mayoría de los poetas de dicho período, en efecto, rompen con la poesía tradicional de manera casi absoluta. Y este fue un paso que los poetas modernistas no se atrevieron a dar. Pero no todos esos poetas hicieron una poesía puramente formalista, esteticista o deshumanizada (según la calificación acuñada por Ortega y Gasset). Los hay que, aprovechando ese impulso formal, apostaron por una propuesta de transformación total, de la realidad, de la sociedad, de la humanidad. Lo lamentable es que a los poetas de este esfuerzo se les trata de incluir sólo dentro del esteticismo, del purismo o del vanguardismo.

Desde esta perspectiva, es que algunos estudiosos incluyen a César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892-1938) dentro de la literatura de vanguardia, y otros a Alberto Hidalgo (Arequipa, 1897; Buenos Aires, 1967) dentro de la literatura de la revolución. Pero no hay que perder de vista un hecho crucial. Que ambas corrientes se imbrican decididamente con las posturas ideológicas y políticas de sus representantes. Y así podemos decir que, por ejemplo, en el caso de Hidalgo –pese a la constancia de varios de sus poemas que tratan el tema revolucionario– no deja de percibirse “la confesión de su individualismo absoluto”, como lo define Mariátegui, y, en esa medida, como dijo el mismo Mariátegui: “Hidalgo está -como no podía dejar de estar– en la vanguardia. Se siente –según sus palabras– en la izquierda de la izquierda.” Y en el caso de Vallejo no habría de ocurrir eso. Todo lo contrario. Él se ubicó –exento de todo megalomanismo, al decir de Mariátegui– sólo en la izquierda. Y el haber mantenido esa posición, sin dejarse seducir por el oropel de los malabarismos formales, su ubicación de ninguna manera se condice con los parámetros de la vanguardia artística, sino de la vanguardia política. Y por eso se le considera como el iniciador de la literatura proletaria peruana. Quizá la siguiente frase del mismo Vallejo defina el problema de manera frontal: “Yo amo a las plantas por la raíz y no por la flor.”

Según la opinión autorizada del insigne estudioso de la literatura peruana, el español don Luis Monguió , la literatura de la modernidad peruana tendrá dos grandes impulsores: José María Eguren (Lima, 1874-1942) y César Vallejo. Y el mismo Monguió establece la bifurcación de la poesía peruana inmediatamente posterior al modernismo en dos grandes corrientes: la pura y la social, ambas vinculadas a cada uno de los dos poetas nombrados, Eguren y Vallejo, respectivamente. Y serán ésas las dos grandes líneas de fuerza que estarán marcando el desarrollo de la literatura peruana durante todo el siglo XX, aunque con una más precisa nominación: tendencia formalista y tendencia realista.

Y el caso emblemático es el de César Vallejo, a quien un crítico enterado (aunque esquemático) como Ricardo González Vigil califica de “vanguardista” –de manera casi obsesiva–: ‘la cristalización definitiva de la modernidad’ –dice– “recién llegó a cuajar en toda su dimensión, en lo tocante a las letras de lengua española, en el período de la ‘aventura’ vanguardista. En el Perú eso acaeció con Trilce (1922).” Y, más adelante (en la p. 31), vuelve a insistir: “El primer fruto completamente ‘moderno’ fue Trilce, la expresión más genial y radical del período vanguardista en toda el área hispánica.” Y aun ha llegado a lamentarse que otros críticos (como Luis Alberto Sánchez y Augusto Tamayo y hasta Alberto Escobar) ‘desdeñando al vanguardismo, rescaten de él a Vallejo’ y “lo hacen casi un postmodernista o, en todo caso, un postvanguardista).” (Op. cit.: 27).

Pero, en verdad, esa inclusión de Vallejo en el vanguardismo sólo porque con Trilce logra revolucionar la literatura en lengua española de una manera radical (no sólo formalmente), equivale a considerar la experimentación formal como exclusiva del vanguardismo, como si dijéramos que de no haber existido el movimiento vanguardista Vallejo no hubiera hecho lo que hizo, porque –según ese criterio– “la experimentación formal” tenía patente de exclusividad vanguardista. Cuando el caso de Vallejo no debe inscribirse sólo en la experimentación formal (que, además, era propia de la época, y había tenido sus antecedentes en Walt Whitman o en los mismos modernistas americanos, que bebieron en la fuente de los modernistas franceses, parnasianos y simbolistas, grandes experimentadores de la forma), porque Vallejo es consciente que se debe hacer una revolución formal (“Quiero escribir, pero me sale espuma”), sin embargo, siente que ésta es inseparable de una revolución humana (que incluye la social: “no hay cifra hablada que no llegue a suma”). Por eso nos parece pertinente esta reflexión de Jorge Puccinelli acerca de la asunción vallejiana de ‘la palabra justa’, y dice que en Vallejo se hace carne: “el amor ‘del verbo que salva las distancias’, de la palabra justa y del acento justo que mueve al mundo. La palabra justa tiene en él una doble valencia: es no sólo la palabra exacta y precisa sino la palabra que expresa la justicia, porque para él la cultura está ‘basada en la idea y la práctica de la justicia, que es la única cultura verdadera’.”

A Cesar Vallejo, pues, no debe llamársele “poeta de la vanguardia” sino poeta de la revolución. Incluso si nos remitimos a su propia convicción respecto de las escuelas de vanguardia, a las que consideraba meras fábricas de “poemas sobre medida”. Veamos cómo lo dice:

"La inteligencia capitalista ofrece, entre otros síntomas de su agonía, el vicio del cenáculo. Es curioso observar cómo las crisis más agudas y recientes del imperialismo económico -la guerra, la racionalización industrial, la miseria de las masas, los cracs financieros y bursátiles, el desarrollo de la revolución obrera, las insurrecciones coloniales, etc.- corresponden sincrónicamente a una furiosa multiplicación de escuelas literarias, tan improvisadas como efímeras. Hacia 1914, nacía el expresionismo (Dvorak, Fretzer). Hacia 1915, nacía el cubismo (Apollinaire, Reverdy). En 1917, nacía el dadaísmo (Tzara, Picabia). En 1924, el superrealismo (Breton, Ribemont-Dessaignes). Sin contra las escuelas ya existentes: simbolismo, futurismo, neosimbolismo, unanimismo, etc. Por último, a partir de la pronunciación superrealista, irrumpe casi mensualmente una nueva escuela literaria. Nunca el pensamiento social se fraccionó en tantas y tan fugaces fórmulas. Nunca experimentó un gusto tan frenético y una tal necesidad por estereotiparse en recetas y clichés, como si tuviesen miedo de su libertad o como si no pudiese producirse en su unidad orgánica. Anarquía y desagregación semejantes no se vio sino entre los filósofos y poetas de la decadencia, en el ocaso de la civilización greco-latina. Las de hoy, a su turno, anuncian una nueva decadencia del espíritu: el ocaso de la civilización capitalista."

Un sentido lógico, elemental, obliga a respetar ese punto de vista del poeta y evitar incluirlo en un ámbito con el que sólo tiene la afinidad de la experimentación formal, que es común a todos los grandes poetas de todos los tiempos y que, en este caso, no es el decisivo para definir esa grandeza. Vamos a transcribir aquí un poema de él que corrobora nuestra apreciación de llamarlo poeta de la revolución:

MASA

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
“No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: “tanto amor y no poder nada contra la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: “¡Quédate, hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...

Por eso advertimos que el término ‘vanguardismo’ debe usarse “con pinzas”, e insistimos también en señalar que quienes lo usan lo hacen sólo para relevar el aporte de experimentación formal que los poetas así calificados realizan. Tal sería el caso, en el Perú de los primeros años del siglo XX, como ya hemos dicho, de Alberto Hidalgo, quien además de ese aporte formal –muy significativo en su poética– también –como Vallejo– participó en la creencia de la liberación del hombre. En ese sentido, incluimos aquí el siguiente poema:

"¿Quién fue el que impidió el libre acceso a la cañigua
al indio que era propietario de ella
quién abusó de cercos
su fundo que era como mano abierta
quién colocó a su paso tantas vallas
para que no siguiese pastoreando sus mieses
para que no pudiera seguir produciendo sus matitas de quinua
por entre esteros y quebradas
quién lo obligó a pedir un pasaporte
para entrar en su campo
para caber bajo su techo
para vivir a su mujer?
Él quería muy poco
ni siquiera quería libertad
(es ésta una palabra convencional moderna
aunque menciona una pasión asidua)
no reclamaba libertad
y lo forzaron a tenerla
pero qué libertad
la libertad de acumular pobreza
la libertad de enriquecer a otros
libertad de sufrir y tener hambre
libertad de ser mudo
libertad de ser sordo
libertad de ser ciego
libertad de dolor y de lloro y de luto
libertad
libertad
qué libertad."

Ese también es el caso del –sí– más grande vanguardista peruano Carlos Oquendo de Amat (Puno, 1905; Navacerrada, 1936), quien publicó sólo un libro de poesías: 5 metros de poemas (1929), y estuvo en España cuando allí se desarrollaba una cruenta guerra civil (1936-1939), adhiriendo a favor de la causa de la República (como lo hizo la parte sana de la intelectualidad mundial). Leamos el siguiente poema:

"poema del manicomio

Tuve miedo
y me regresé de la locura
Tuve miedo de ser
una rueda
un color
un paso

PORQUE MIS OJOS ERAN NIÑOS
Y mi corazón
un botón
más
de
mi camisa de fuerza

Pero hoy que mis ojos visten pantalones largos
veo a la calle que está mendiga de pasos."

Pero también en esta época de vanguardismo y de revolución hay que mencionar a José Carlos Mariátegui, el más preclaro conductor de la revolución en el Perú, quien desarrolló una intensa actividad literaria en su juventud (su, por él mismo llamada, “edad de piedra”): poemas y cuentos, reunidos póstumamente bajo el título de Escritos juveniles , así lo confirman, y no obstante, no deja testimonio de una poesía militante. De Mariátegui transcribimos aquí su hermoso poema en prosa:

"LA VIDA QUE ME DISTE

Renací en tu carne cuatrocentista como la de la Primavera de Botticelli. Te elegí entre todas porque te sentí la más diversa y la más distante. Estabas en mi destino. Eras el designio de Dios. Como un bajel corsario, sin saberlo, buscaba para anclar la rada más serena. Yo era el principio de muerte; tú eras el principio de vida. Tuve el presentimiento de ti en la pintura ingenua del cuatrocientos. Empecé a amarte, antes de conocerte, en un cuadro primitivo. Tu salud y tu gracia antiguas esperaban mi tristeza de suramericano pálido y cenceño. Tus rurales colores de doncella de Siena fueron mi primera fiesta. Y tu posesión tónica, bajo el cielo latino, enredó en mi alma una serpentina de alegría. Por ti mi ensangrentado camino tiene tres auroras. Y ahora que estás un poco marchita, un poco pálida, sin tus antiguos colores de madona toscana, siento que la vida que te falta es la vida que me diste."

Y es así, entonces, que las opciones estéticas (o poestéticas) pueden intercambiar tácticas, pero no pueden confundirse en sus estrategias, en sus principios, sin riesgo de anonadamiento. El formalista Alberto Hidalgo y el mismo Carlos Oquendo, sin abdicar de sus experimentalismos poéticos, pudieron escribir poemas realistas de hondo sentido humano; del mismo modo, los realistas José Carlos Mariátegui y César Vallejo pudieron experimentar con técnicas formalistas sin depreciar su estética de “decir muchísimo”. Cuánta diferencia entre ese característico “quiero decir muchísimo y me atollo” vallejiano, y aquel otro precepto (también justo definidor) de la poética de Martín Adán: “Poesía no dice nada/ poesía se está callada”.

La definición de la época –en el caso de Vallejo– obligaba a deslindar entre “vanguardismo y revolución”, y obviamente la segunda es la definición que más calzaba con él. Hoy por hoy, en que la revolución ha dado un paso atrás (para el salto que implique dos adelante), en el ámbito literario se debe optar ya no entre “vanguardismo y revolución”, sino entre formalismo y realismo. Y en este último Vallejo encuentra su mejor ubicación. En la década de los noventa del siglo pasado (no tenemos por qué dudarlo) Vallejo hubiera estado en las mazmorras del fujimorismo. Pero hoy –sin perder su espíritu revolucionario– reclamaría del hacer poético un decidido realismo.

La tendencia realista todavía es, y Vallejo sigue siendo realista; el movimiento vanguardista ya fue, y a él no perteneció Vallejo; por lo tanto, es erróneo que ahora se pretenda encasillarlo en él.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Eduardo García Aguilar: "Consejos inútiles para escritores bobos"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.



La devaluación de la palabra ha llegado a tal nivel, que no es vano preguntarse si escribir tiene todavía sentido y si la literatura es sólo un oficio comercial e industrial que pasó a la historia, en tiempos de imágenes y competitividad desbocadas. Los autores de hoy están avorazados por obtener premios y subir a los podios como reinas de belleza y obedecer mansos a las órdenes de los editores que planean en sus oficinas olas sucesivas de novelas históricas, autobiográficas, policiacas o sobre temas de autoayuda para amas de casa. Y para sostenerse en la efímera pasarela del cabaret, el autor produce a destajo obras cada vez más vacías y ridículas.

Hoy un autor discreto y profundo como Juan Rulfo o Elías Canetti sería impensable y a cambio tenemos que soportar cada semana la risa Pepsodent de Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes con sus cien doctorados honoris causa y el premio semanal. El silencio es un pecado en tiempos de literatura espectáculo, donde reinan las obviedades y los temas correctos y perfumados de historia patria, cuando no el fácil escándalo autobiográfico para asustar monjas. Y para sobrevivir en la farándula, el escritor debe volverse el perro faldero e inicuo de los poderosos y de los grupos de influencia mediática.

Todo comenzó con las tabletas de los grandes imperios perdidos, cuando funcionarios y sacerdotes plasmaban jeroglíficos sobre un barro que luego, ya seco, viajó milenios hasta nosotros. Es saludable observar esos escritos de piedra en las estanterías de los grandes museos que nos hacen viajar hacia los tiempos de Babilonia, Nínive o Alejandría, para entender el olvido y la pervivencia simultánea de esas voces lejanas. Nada tan impactante como la observación del pequeño escriba sentado de Egipto, expuesto en una sala del Louvre, que nos maravilla e interroga siempre desde su época con la ignota mirada. Esa figura me fascina desde la escuela, cuando la descubrimos en viejos libros de historia que mirábamos durante horas con sus figuras borrosas de grandes templos y ciudades milenarias desaparecidas en el cataclismo del vasto Oriente Medio, de donde provienen casi todas las cosas. El escriba esta ahí, perfecto, silencioso, con sus ojos de vidrio insondables, imagen del letrado que nos viene desde el más profundo pasado y del más allá. Hay algo en él que resume en su gloria la labor de quienes escribían sobre papiros o cueros para la eternidad o el olvido. En el mundo egipcio, la escritura impregna todas las enormes superficies de los templos y las criptas selladas. De ellos nos quedan muchas cosas gracias a las arenas secas del desierto y tanto o más tuvo que haber en otras civilizaciones borradas del mapa por inundaciones, incendios o guerras en las interminables rutas del Extremo Oriente.

Lo que ha llegado a nosotros es ínfimo fruto del azar. Del escultor Praxiteles sólo tenemos copias de sus obras inolvidables. Y de Sócrates, sus palabras rebeldes nos llegan a través de su discípulo Platón. Ellos existieron e hicieron parte de la obra colectiva del hombre en su larga aventura, después de milenos de ver amanecer y atardecer y atestiguar las acciones de la muerte, la enfermedad, el poder, la gloria, la derrota y el olvido. Con los clásicos de la filosofía y tragedia griegas es suficiente. Esquilo, Sófocles y Eurípides dijeron todo lo que había que decir sobre la aventura humana. ¿Entonces para qué escribir hoy banalidades y creerse el cuento?

Muchas de esas voces colectivas quedaron para siempre en los libros sagrados que hoy por fortuna se leen en todos los puntos cardinales y nos impactan con la misma fuerza que hace milenios y nos iluminan como en tiempos de anacoretas y guerreros. ¿Qué misterio hay ahí en esas obras que siguen firmes pese a los progresos de las ciencias y los avances y retrocesos de la razón, que todo explica y desmenuza? Hay gran belleza en esas palabras antiguas, en los libros de viejos filósofos que como Lucrecio trataron de entender el mundo y sus misterios con una voz llena de poesía que está viva tiempo después de la caída del Imperio Romano, el de Pompeya, a la vez tan lejano y tan cercano que nos prueba lo poco que el mundo ha cambiado pese a las nuevas proezas técnicas. Lucrecio y Propercio han sobrevivido y una escasa cofradía de hombres de hoy accedemos a ellos y los disfrutamos. Somos la minoría y qué importa. Es preferible pertenecer a la minoritaria cofradía anacrónica que ir entre el rebaño de los lectores de best sellers.

¿Para qué escribir entonces hoy? Los escritores milenarios lo hacían por otras razones. Grababan ideogramas en esos papiros para nada y para nadie, sin imaginar que un día estarían tan cerca de quienes habitamos en el mundo tres mil o cuatro mil años después. Los motivos de la escritura presente son tan deleznables que uno se pregunta por el sentido de escribir hoy y perder el tiempo leyendo contemporáneos. La pulsión actual es competitiva, comercial, vanidosa, corroída por la envidia y la emulación, y el individualismo del éxito y la vanidad patética llevan indefectiblemente a endiosar a escritores payasos y a olvidar a quienes están lejos de los tronos y los corredores del poder y cerca de la ebriedad y la locura como Sócrates y Diógenes en su tiempo.

En la guerra el héroe arriesga su vida, pero en la literatura y la escritura de hoy nadie arriesga nada. El escritor de hoy está equivocado porque busca izarse en un podio de dólares y volverse estatua de pacotilla para una corte de ilusos. ¿Para qué escribir hoy si nos hemos olvidado de que todo es olvido y que no quedará rastro de tantos libros y textos lanzados en la red? Todo será sólo la voz colectiva de una época. El escritor como individuo, el que surgió en la era moderna, se ha ido para siempre en el remolino de la proliferación. Volveremos a los libros sagrados, donde la voz no tiene autor ni estatua. La palabra hoy es sólo polvo, ruido y viento. Y como diría nuestro poeta Porfirio Barba Jacob, es sólo "Polvo de Pericles, polvo de Simón".