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domingo, 20 de julio de 2008

HOMBRES NECIOS QUE ACUSÁIS, Sor Juana Inés de la Cruz

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.


Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis:

si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?

Combatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco,
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.

Queréis con presunción necia,
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo,
y siente que no esté claro?

Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.

Opinión ninguna gana;
pues la que más se recata,
si no os admite es ingrata,
y si os admite es liviana.

Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por cruel
y a otra por fácil culpáis.

¿Pues como ha de estar templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata, ofende,
y la que es fácil, enfada?

Más entre el enfado y pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejáos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.

¿Cual mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que se cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cual es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?

Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición;
de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo.

Sor Juana Inés de la Cruz,

México

sábado, 19 de julio de 2008

VIENTOS DEL PUEBLO, Miguel Hernández


Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.


Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.


No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.


Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.


¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?


Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.


Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.


Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra:
las águilas, los leones
y los toros, de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.


Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.


Cantando espero a la muerte
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.


Miguel Hernández,

España


viernes, 18 de julio de 2008

CANTO A LA LIBERTAD, José Antonio Labordeta



Habrá un día

en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.

Hermano, aquí mi mano,

será tuya mi frente,
y tu gesto de siempre
caerá sin levantar
huracanes de miedo
ante la libertad.

Haremos el camino

en un mismo trazado,
uniendo nuestros hombros
para así levantar
a aquellos que cayeron
gritando libertad.

Habrá un día

en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.

Sonarán las campanas

desde los campanarios,
y los campos desiertos
volverán a granar
unas espigas altas
dispuestas para el pan.

Para un pan que en los siglos

nunca fue repartido
entre todos aquellos
que hicieron lo posible
por empujar la historia
hacia la libertad.

Habrá un día

en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.

También será posible

que esa hermosa mañana
ni tú, ni yo, ni el otro
la lleguemos a ver;
pero habrá que forzarla
para que pueda ser.

Que sea como un viento

que arranque los matojos
surgiendo la verdad,
y limpie los caminos
de siglos de destrozos
contra la libertad.

Habrá un día

en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.

José Antonio Labordeta,
España

jueves, 17 de julio de 2008

POEMA, Juan Gonzalo Rose



Poema

Yo recuerdo que tú eras

como la primavera trizada en las rosas
o como las palabras que los niños musitan
sonriendo en sus sueños.

Yo recuerdo que tú eras
como el agua que beben silenciosos los ciegos
o como la saliva de las aves
cuando el amor las tumba de gozo en los aleros.

En la última arena de la tarde tendías
agobiado de gracia tu cuerpo de gacela
y la noche arribaba a tu pecho desnudo
como aborda la luna los navíos de vela.

Y ahora, Marisel, la vida pasa
sin que ningún instante nos traiga alegría...
Ha debido morirse con nosotros el tiempo
o has debido quererme como yo te quería.

Juan Gonzalo Rose,
Perú

(Texto proporcionado por Marisueño).


miércoles, 16 de julio de 2008

PIDO LA PAZ Y LA PALABRA, Blas de Otero




Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos.

Así es, así fue. Salió una noche
echando espuma por los ojos, ebrio
de amor, huyendo sin saber adónde:
a donde el aire no apestase a muerto.

Tiendas de paz, brizados pabellones,
eran sus brazos, como llama al viento;
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo.

¡Aquí! ¡Llegad! ¡Ay! Ángeles atroces
en vuelo horizontal cruzan el cielo;
horribles peces de metal recorren
las espaldas del mar, de puerto a puerto.

Yo doy todos mis versos por un hombre
en paz. Aquí tenéis, en carne y hueso,
mi última voluntad. Bilbao, a once
de abril, cincuenta y tantos, Blas de Otero.


Blas de Otero,
España




martes, 15 de julio de 2008

CANCIÓN DE OTOÑO EN PRIMAVERA, Rubén Darío



¡Juventud, divino tesoro,
ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro,
y a veces lloro sin querer...


Plural ha sido la celeste
historia de mi corazón.
Era una dulce niña en este
mundo de duelo y aflicción.


Miraba como el alba pura,
sonreía como una flor.
Era su cabellera oscura,
hecha de noche y de dolor.


Yo era tímido como un niño;
ella, naturalmente, fue
para mi amor hecho de armiño,
Herodías y Salome...


¡Juventud, divino tesoro
ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro,
y a veces lloro sin querer,


La otra fue más sensitiva,
y más consoladora y más
halagadora y expresiva,
cual no pensé encontrar jamás.


Pues a su continua ternura
una pasión violenta unía.
En un peplo de gasa pura
una bacante se envolvía...


En sus brazos tomó mi ensueño
y lo arrulló como a un bebé...
Y le mató, triste y pequeño,
falto de luz, falto de fe...


¡Juventud divino tesoro,
te fuiste para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro,
y a veces lloro sin querer...


Otra juzgó que era mi boca
el estuche de su pasión;
y que me roería, loca,
con sus dientes el corazón;


poniendo en un amor de exceso
la mira de su voluntad,
mientras eran abrazo y beso
síntesis de la eternidad;


y de nuestra carne ligera
imaginar siempre un Edén,
sin pensar que la Primavera
y la carne acaban también...


¡Juventud, divino tesoro,
ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro,
y a veces lloro sin querer...


¡Y las demás! En tantos climas,
en tantas tierras, siempre son,
si no pretextos de mis rimas,
fantasmas de mi corazón.


En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!


Mas, a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris me acerco
a los rosales del jardín...


¡Juventud, divino tesoro,
ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro,
y a veces lloro sin querer...


¡Mas es mía el Alba de oro!


Rubén Darío,
Nicaragua

lunes, 14 de julio de 2008

EL ADJETIVO Y SUS ARRUGAS, Alejo Carpentier

Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.


El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.


Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.


Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.


Alejo Carpentier,
Cuba