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domingo, 3 de octubre de 2010

Julio Carmona: Vallejo en los infiernos, ¿Una biografía novelada o una novela biográfica?

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.
"Si no vives para servir, no sirves para vivir"
es el lema de http://www.mesterdeobreria.blogspot.com/


Carátula de la novela de
Eduardo González Viaña

Con esta novela, Eduardo González Viaña ha cumplido con el encargo que le hiciera Antenor Orrego (hace ya muchos años). Escribir sobre el momento más grave en la vida de César Vallejo. Esto lo refiere el mismo autor en la Introducción a Vallejo en los infiernos. Y no nos queda aquí sino repetir la pregunta del título, esta novela es: ¿una biografía novelada o una novela biográfica?

Y se puede responder que se trata, en realidad, de lo segundo: una novela biográfica. Porque en ella hay más elementos de ficción (como que al lector se le diga lo que piensan o sienten los personajes en momentos claves de lo que, supuestamente, ocurrió en “la vida real”). Y en este caso debemos convenir en que la novela se sirve de la biografía para desarrollar sus propios fines; es decir, que la ficción toma vuelo desde el trampolín de la realidad, y no se sumerge y diluye en la veracidad de los hechos. Pero al adoptar esta opción no se debe olvidar que los hechos evidentes, históricos (por todos conocidos), no pueden ni deben ser alterados. Vallejo en los infiernos tiene, pues, algo de los dos géneros (novela y biografía), aunque con mayor peso de lo novelesco (y, en algunos casos, incurriendo en el olvido antes advertido).

En esta novela, la incidencia de lo biográfico se centra en un acontecimiento de la vida del protagonista: la acusación por la que nuestro vate tuvo que pasar varios meses en prisión. Y tiene el mérito de ilustrar sus pormenores y de esclarecer algunos puntos clave que se requerían para zanjar la verdad de los hechos. Aunque, tal vez, el aspecto más relevante y mejor logrado sea la ambientación carcelaria. Claro que sólo quien haya estado en ese trance puede calibrar la dimensión de lo sufrido por el protagonista, y podrá sopesar las razones de Vallejo para que llegara a esta terrible confesión: “El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”. En gran medida, pues, el autor de la novela logra recrear ese ambiente espeluznante, infernal. El título mismo –de aparente truculencia–, al terminar la lectura, da la sensación de que constituye un acierto. Porque no es sólo el círculo dantesco de la prisión en sí, son muchos los círculos en vorágine que configuran a ese infierno: la kafkiana angustia judicial, la incertidumbre aplastante de un presente inamovible, la deshumanización contextual, etc.

En ese sentido –de revelar pormenores de la vida del poeta– está también la confirmación de que la “andina y dulce Rita, de junco y capulí” se apellidaba Uceda, y puede resultar siendo la madre del conductor de las guerrillas del 65, Luis de la Puente Uceda, y esto es algo que, con tino, el autor deja sin explicitar, como respetando ese derecho del lector a ir atando cabos y soltando rienda a su intuición.

En el mismo orden de ideas queda la explicación del viaje a París. Por un acto encomiable de solidario desprendimiento por parte de Antenor Orrego, quien le cedió un pasaje que debió compartir con Julio Gálvez Orrego, y se hace justicia también a este último personaje que poco aparece en las biografías del poeta, y que, identificado con la causa republicana en España, finalmente –se nos dice– murió fusilado por la falange fascista.

Asimismo, hay otros datos de la vida familiar en Santiago de Chuco que, si bien no culminan el cuadro biográfico total, constituyen rápidos esbozos que matizan el tema central ya aludido, a manera de escorzos difuminados que ya de por sí aportan el ingrediente de misterio que es más propio de la novela.

Y entrando al ámbito novelesco, propiamente, consideramos que ese ingrediente de misterio referido se vuelve por momentos excesivo, porque se apoya de manera exacerbada en la dimensión de los sueños. Todos los personajes sueñan. Y los sueños son premonitorios y anunciadores de hechos que van a ser confirmados por el futuro. Por ejemplo, se dice que Vallejo “Le preguntó si sabía algo acerca del Músico, y Mataporgusto se quedó asombrado. –¡Qué raro! (le contesta) Había soñado que usted me preguntaría por él”. (p. 240). En otro momento (de los muy profusos que hay) un chamán en la prisión le había augurado su futuro y –dice el narrador– “las ilusiones sugeridas por el vuelo con el sampedro lo desconcertaban. ¿Un barco lo sacaría de la prisión? ¿Qué tenía que ver Antenor con ese barco? ¿Y el destino era París? ¿Por qué París? ‘Usted mismo lo sabrá algún día –le dijo el chamán y agregó–: hay que tomar los sueños más en serio’.” (p. 251). Sí, seguramente, hay que hacerlo; pero no al extremo de que la novela raye en lo inverosímil. No ocurre esto –valga el descargo– en el caso del hermano Miguel Vallejo que hace anuncios a futuro, el de su propia y temprana muerte, por ejemplo, o el viaje de Vallejo. Pero es un misterio verosímil. Pues se sabe de casos reales que confirman ese tipo de premoniciones. Aunque el mismo Vallejo estaba en contra de ellas; dice: “El poeta profetiza creando nebulosas sentimentales, vagos protoplasmas, inquietudes constructivas de justicia y bienestar social. Lo demás, la anticipación expresa y rotunda de hechos concretos, no pasa de un candoroso expediente de brujería barata y es cosa muy fácil. Basta ser un inconsciente con manía de alucinado. Así hacen las sibilas vulgares. No importa que se realice o no lo que anuncian.” (El arte y la revolución). Lo censurable es el abuso, atosigante, de dicho recurso.

Al margen de ese elemento excesivamente romántico del sueño y de lo esotérico, podemos convenir en que la estructura de esta novela tiene mucho de construcción arquitectónica, y de arquitectura moderna pues le da énfasis a lo funcional. Y así vemos que todas sus partes, desde diversos ángulos en ese bifronte espacio de novela y biografía, se encuentran interrelacionadas como vasos comunicantes, pasadizos interconectados, ambientes matizados por el claroscuro de lo incierto y lo apodíctico.

Obviamente, no vamos a referirnos a los elementos conclusivos de la historia, pues de hacerlo estaríamos atentando contra el interés tanto del autor como del lector: que la obra se difunda (interés del autor) y no que se la cuenten (interés del lector). Pero, para concluir esta apreciación sobre la confluencia de lo narrativo con lo biográfico, debemos señalar que hay una cierta imprecisión respecto del elemento “personajes”, el mismo que, como se sabe, complementa a los del espacio y de la historia, para coronar el logro que optimice a la novela, que es, en última instancia, lo que importa.

La novela empieza con el ingreso del protagonista a la cárcel y, más precisamente, a la celda infernal. Allí se desarrolla una escena dantesca. Un sujeto descomunal, mimetizado con la oscuridad ambiental, amenaza al poeta con matarlo. Esta decisión, extraña, más propia de un manicomio, se hace verosímil por la sugerencia de que sus acusadores –gente con poder económico e influencia política– han maquinado dicha acción. Hasta allí no hay problema. El problema surge a partir del desenlace, pues antes de que pudiera consumar el crimen, el agresor es trabado en su avance por otro preso, y, finalmente, ambos se aniquilan, mutuamente. Y, entonces, quedan flotando dos preguntas: ¿quién es el hombre que defendió a Vallejo? y ¿qué es lo que lo impulsó a hacerlo, al extremo de matar y dejarse matar? Y es una pregunta que se espera ver resuelta en los capítulos sucesivos, porque esa acción compleja no puede atribuirse al azar ni tampoco quedar flotando en el vacío.

Pero lo más desconcertante es que en el capítulo 3 el personaje, ya mencionado aquí, Mataporgusto le habla del “loco” que ha intentado matarlo, y Vallejo sigue atentamente la relación de datos sobre él, pero no pregunta para nada por el otro preso que lo salvó y murió en el intento. Incluso en el capítulo 6 hay otra alusión a los dos cadáveres, cuando uno de los presos entra a la oficina del alcaide (contigua al ambiente en que están los muertos), donde Vallejo se encuentra preventivamente, y le anuncia que va a cortar las cabezas de los occisos, pues tiene un trato con el alcaide en ese sentido, y Vallejo se mantiene indiferente ante el problema aquí planteado, no manifiesta ninguna inquietud por su salvador. Es más, se dice que el sujeto “entró en el cuarto contiguo provisto de un pequeño serrucho y se quedó allí más de media hora”, y haciendo alarde de un humor macabro (que trasunta cierto mal gusto) se dice que “Solo se escuchaba un sonido rítmico y la voz del hombrecito: Aserrín, aserrán,/ los maderos de San Juan. (sic)/ Piden queso, piden pan./ Aserrín, aserrán…” (p. 122).

Y, al llegar al capítulo 14, cuando a Vallejo ya lo han pasado a una celda menos tétrica, se tiene la sensación de que ahí está la respuesta. El nuevo compañero de celda le hace referencia a un hombre que ha tenido influencia en su vida, y entonces dice Vallejo: “Conozco al hombre de quien habla. Es Pedro Losada. Pedro Losada me salvó la vida –aseguró.” (p. 274). Pero aun cuando la pesquisa lectora crea haber encontrado el cabo suelto, pues daría respuesta a la primera pregunta (¿quién es el hombre que defendió a Vallejo?), sin embargo quedaría pendiente todavía la segunda (¿qué es lo que lo impulsó a hacerlo, al extremo de matar y dejarse matar?).

En el capítulo 21 se vuelve a mencionar a Pedro Losada, explicándose lo aseverado por Vallejo: “Pedro Losada me salvó la vida”; pero ¿dónde es que ocurrió esto? En Santiago de Chuco. El día que acaecieron los sucesos en los que se le involucra, mas no en la prisión de Trujillo. Pedro losada nunca llegó a ésta, al menos no lo hizo en el momento en que está Vallejo. Y, aun cuando finalmente fue capturado en Santiago de Chuco para ser conducido a Trujillo, es asesinado en el trayecto. Entonces, vuelven a quedar sin respuesta las inquisiciones preliminares: ¿quién es el hombre que lo defendió en la celda? y ¿qué es lo que lo impulsó a hacerlo, al extremo de matar y dejarse matar? Y hasta el momento de terminar la lectura de la novela, sigue siendo un misterio sin resolver.

Otro desfase del elemento “personajes”, es el relacionado con Haya de la Torre, que no tuvo nada que ver con el suceso de la prisión de Vallejo, y es irrelevante que hubiera sido él quien lo presentara a Antenor Orrego; máxime si es incluido falseando los hechos porque en uno de sus pocos encuentros se llega al extremo de decir que “Iban a ser amigos para toda la vida” (p. 193), cuando bien se sabe que Vallejo rompió con Haya, no sólo política sino amicalmente; al extremo que se puede relacionar la anécdota de sus años de bohemia juvenil, cuando se cuenta que Vallejo hace un brindis llamándolo “Pichón de cóndor”, seguramente por su perfil parecido al de esa ave de rapiña; y lo más probable es que, estando Vallejo en París y adherido ya al marxismo, al momento de escribir su célebre poema “Telúrica y magnética” y, recordando a su “Perú al pie del orbe”, preguntara y respondiera entre paréntesis “(¿Cóndores? ¡Me friegan los cóndores!)”, en clara alusión al susodicho.

Es decir, la presencia de Haya en la novela es un flagrante ripio, con el agravante de ser introducido tergiversando la historia. Leamos: “Los pensamientos político y filosófico de Orrego y Haya de la Torre se convertiría (sic) en una propuesta continental para que toda la América al sur del Río Grande se uniera, escogiera un camino socialista y rechazara cualquier injerencia de Estados Unidos en la construcción de su destino.” (pp. 193-194). Y bien se sabe que esa “unión continental” es una ilusión, y menos que se pueda realizar sin la revolución previa de cada país, revolución que en el Perú, inicialmente –en el año 32–, fue traicionada por Haya, y después negada hasta los límites del macartismo y el fascismo; era, pues, desde sus orígenes, una propuesta demagógica y reaccionaria; y aquello del “camino socialista” fue desterrado del vocabulario aprista desde sus inicios (de ahí la ruptura con Mariátegui y Vallejo), y, por último, ‘la no injerencia de Estados Unidos’ fue descartada también del programa aprista desde la publicación de El antiimperialismo y el Apra (1926, según los apristas), en el que no se sostiene la tesis de que el Apra sea antiimperialista, sino la explicación de cuál era su posición en relación con el movimiento antiimperialista en auge en aquellos años, y su conclusión fue: ‘aceptar el lado bueno del imperialismo y rechazar su lado malo’: obviamente, una propuesta demagógica y reaccionaria más.

Además hay otro desacuerdo histórico relacionado –sintomáticamente– con la figura de José Carlos Mariátegui; dice: “… un grupo de oficiales del Ejército dio una golpiza al joven pensador José Carlos Mariátegui, inmóvil en su silla de inválido.” (p. 308). Y lo cierto es que en esa época Mariátegui todavía no usaba “silla de inválido”, esto va a ocurrir a su regreso de Europa y después de que le amputaran la pierna; en la época de la agresión (anterior al viaje a Europa), todavía se mantenía en pie aunque evidenciando una ostensible cojera. El hecho de la agresión es narrado así por María Wiesse: “… un grupo de militares exasperados, enfurecidos por las ideas expuestas en "Malas tendencias: El deber del Ejército y el deber del Estado", ataca al joven escritor. Lo insultan y lo golpean, sin tener en cuenta su endeble condición física [no, invalidez ni postración]. Por dos veces se repite la agresión; una, en la calle, otra, en la imprenta de El Tiempo, donde se editaba Nuestra Época. Un fornido oficial encabeza el ataque contra el ‘cojito’. Y después de la agresión viene el duelo. Mariátegui no sabe manejar las armas, pero acepta el desafío y se dirige una mañana al campo donde ha de realizarse. [¿Se dirige al duelo en “silla de inválido”?] Los pa-drinos han de intervenir para evitar un asesinato, que así habría sido, en caso de efectuarse el duelo, en condiciones tan desiguales. Mariátegui ha soportado valientemente la cobarde agresión; foetazos, patadas, puñetazos. Ha ido al campo del desafío sin saber cómo se toma una pistola o un sable. Un clamor de indignación se levanta, en toda la ciudad, contra los agresores del escritor; es tan vehemente esa indignación, es tan encendida la reprobación contra el hecho, que el Ministro de Guerra se ve obligado a renunciar su cargo.” (Obras completas, tomo 10, cursiva y corchetes nuestros, negrita de la autora).

Por último, no podemos evitar hacer lo que acostumbramos en este tipo de comentarios: denunciar las que consideramos deficiencias de la edición. Y empezamos por la carátula. No nos parece un buen retrato pictórico, aunque tal vez sea una aplicada o académica pintura fotográfica. En segundo lugar, nos parece excesiva la cantidad de preámbulos. Hay una presentación, un prólogo, un proemio y una introducción. Para nuestro gusto, ha podido omitirse la presentación y el proemio (o derivarlos al final como epílogo o colofón). Y para consumar nuestra desazón está el sello editorial del Congreso de la res pública. Realmente, el solo pensar que quienes “habitan” ese edificio (iba a decir adefesio) son la antípoda de César Vallejo (en todos los sentidos; incluido, por cierto, el presentador del libro y presidente del antro) me pone los pelos de punta. Y el hecho me llevó a pergeñar este breve “testamento ológrafo” (a la manera de Sebastián Salazar Bondy):

Si algo pudiera pedir
Ya para después de muerto:
Es que ni un libro de mí
Lo patrocine el Congreso.

Y lo más lapidario de esta aceptación editorial es que en el mismo libro se dice lo siguiente: “El Congreso era la sede del entendimiento y la repartija entre los líderes de un bando y otro. El gobierno podía llegar allí a fáciles acuerdos secretos con los líderes de la oposición. A los dueños del país y a los empresarios extranjeros les bastaba con negociar, (sic) o comprarse a los parlamentarios”. Es decir, ¿supone el autor que las cosas han cambiado hogaño?; ¿por qué no sigue el ejemplo (honrando el apellido) de quien él mismo llama –líneas más adelante– “el maestro del anarquismo, Manuel González Prada”, y de quien dice que “renunció al círculo político que él mismo había creado cuando aquel se enredó en las componendas parlamentarias.”? (p. 211). Ejemplo éste que es reiterado en las pp. 262-263: en palabras premonitorias de Antenor Orrego, cuando le dice a Haya de la Torre: “Terminarás como Manuel González Prada, que organizó un partido y tuvo que renunciar a él. Lo hizo porque sus compañeros lo utilizaban como una herramienta para llegar al Congreso.” Y, por supuesto, no se equivocó Orrego en lo que respecta a los compañeros de Haya, pero no en lo referente a éste, ya que ni renunció ni cuestionó a sus discípulos su afición por el Congreso sino que, más bien, les incentivó el gusto convenciéndolos de que ‘el Parlamento es el primer poder del Estado’. Y, más adelante, insiste Orrego: “Ya te lo digo, los políticos se harán dueños de tu partido. Si no es durante tu vida, será después y borrarán uno a uno tus principios. Los irán mediatizando hasta hacerlos desaparecer. La revolución no existirá para ellos, sino el Parlamento y los gozos del poder.” Con esas requisitorias esgrimidas por el narrador es por demás inconsecuente que el autor admita sea editada su novela por esa institución despreciable y, lo que es más decisivo, despreciada por el protagonista de la misma.

Pasando a los errores textuales en sí, una vez más nos encontramos con las ya casi proverbiales fallas de construcción. Y, para colmo, otra vez figura en los créditos el nombre del corrector, Jorge Coaguila que, al parecer, trabaja para todas las editoriales (pues en una crítica precedente a ésta lo encontramos figurando también en esa novela criticada de otra editorial), pero con tan poco profesionalismo que, en realidad, da vergüenza ajena. Pareciera que su presencia como corrector es sólo nominal, y no hace honor al mérito. Vamos, a continuación (sin ser exhaustivos), a consignar algunos errores (poniendo entre paréntesis lo cuestionado -sic- o lo que debió decir):

“Cuando hablo de nosotros, me refiero al (a) Trilce, una agrupación literaria que se formó ese año.” (p. 27)

“Pocos artistas he conocido después que (se) parecieran a mis amigos en su generosidad y en su desmesura.” (Id.)

“Fue también quien lo (le) dio un techo…” (p. 30)

“Con la que (sic) cantidad de cielos que recorre…” (p. 51)

“Aquí dice que entró a las (sic) ayer a las seis de la tarde.” (p. 93)

“Esos que proclaman que la educación deber (debe) de ser gratuita.” (164)

“Saluden a la señorita. Preséntese (preséntense) como caballeros.” (p. 293)

“Vallejo soñó muchas veces en (con) el búfalo parado…” (301)

“Vallejo y su amigo (…) eran excelente (s) bailarines.” (343)

Aunque no todos los errores pasan al débito del corrector. Algunos hay que sumarlos al del autor. Por ejemplo, en el primer capítulo nos dice que Vallejo es amenazado con una comba. En la p. 36 se lee: “¿Sabes lo que es esto? Es una comba…”; pero, después, la comba se convierte en martillo: “-¡Levántate, muerto! –insistía el tipo del martillo…” (p. 38), y ahí mismo dice: “Se escucharon martillazos y más gritos”, para –otra vez volver a hablarse de comba: “El matón de la comba…”, p. 39.

Y paro de contar o, mejor, de criticar.

Ver también en el siguiente vínculo: http://t.co/Qp4uD8K


César Vallejo y Georgette Phillipart

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Julio Carmona: A Violeta Carnero de Valcárcel. In memoriam

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Violeta Carnero de Valcárcel
A Violeta Carnero de Valcárcel, la conocí personalmente –si mal no recuerdo– allá por el año 2006. A pesar de haber vivido yo en Lima por un espacio de veinte años (1966-1986), nunca tuve la oportunidad de ni siquiera conversar con ella, aunque la conocía de vista y de lejos cuando asistió con Gustavo Valcárcel al Primer Encuentro de Poetas realizado en Chiclayo (conservo un libro de poemas autografiado por el poeta). O sea que con Gustavo tampoco hubo una cercanía amical. Producto también de mis aprehensiones cívicas (por entonces era –y creo seguir siéndolo– un tanto renuente a acercarme a los poetas consagrados). Incluso con la hija de ambos, Rosina Valcárcel (también consagrada poeta), tuve muy pocas oportunidades de tratarla durante mi permanencia en Lima, pese a habernos encontrado en eventos populares o de haber compartido un premio de poesía (en los años setenta). Pero, allá por el año de 1999, tuvo que pasarme la desgracia de tener un problema judicial (de injusticia laboral, cometida –por supuesto– contra mí) para que se diera la oportunidad de acercarnos amicalmente. Rosina, con esa generosidad que la caracteriza me apoyó con una nota periodística, con un desprendimiento inusual y sin ningún compromiso, pues ni siquiera habíamos cultivado hasta entonces una mínima amistad. Pero esa circunstancia me llevó a buscarla en su domicilio para manifestarle mi gratitud. Y desde entonces hemos edificado una amistad de la que no sólo me siento orgulloso, sino que cuido como si en realidad se tratase de cultivar una rosa (como la rosa de Martí). Entonces, cada vez que voy a Lima lo primero que hago es telefonear a mi amiga Rosina. Y ella, siempre generosa, reserva un lapso de su tiempo para vernos y conversar e intercambiar libros y abrazos y besos. Y, a propósito de besos, en uno de esos encuentros, acordamos con Rosina ir un día a visitar a Violeta. Y, al momento de saludarnos con un beso en la mejilla, se generó un lapsus y nos besamos en los labios. Es una anécdota maravillosa. Y allí pude constatar que, definitivamente, la sabiduría popular es totalmente acertada, comprobé en esa ocasión que “de tal palo, tal astilla”: Rosina es un reflejo del inmenso afecto que irradiaba Violeta. Cada quien con su propia personalidad, pero ambas unidas por una calidad humana singularísima. Violeta Carnero era un amor de persona. Me recibió con una demostración de aprecio que pocas veces he experimentado. Y con una sinceridad a prueba de cualquier duda. Y en los últimos años la he llamado muchas veces desde Piura para saludarla y recibir con su cálida voz la seguridad de que a mujeres y madres como ella muy bien les viene la expresión vallejiana de “Muerta inmortal”. Al día siguiente de recibir la noticia de su pase a la inmortalidad (a donde ha ido a encontrarse con su amado Gustavo), volví a difundir un poema que escribí el mismo día que la conocí en su casa. Al poco tiempo volví a dedicarle otro poema que ahora quiero –de manera virtual– hacerle llegar a Gustavo Valcárcel, como expresión de mi rendido reconocimiento al gran aporte que ambos le han hecho al pueblo peruano con su vida feraz.

CARTA ABIERTA A GUSTAVO VALCÁRCEL

Le robé un beso a tu esposa,
Inmenso poeta, Gustavo
(Un pétalo más a la rosa
No le hace menoscabo).

Pero sabes que ese beso
Tiene el don de carta abierta:
Como el fruto del cerezo
Llega a toda voz despierta.

Y a miles veo en soslayo
Dando besos a Violeta,
Convertidos en vasallos

De sus lágrimas discretas,
Pues no deja de haber mayo
Que no llore a su poeta.



De izquierda a derecha: Gustavo Valcárcel, Violeta Carnero,
Manuel Scorza y Juan Gonzalo Rose


martes, 21 de septiembre de 2010

Juan Víctor Alfaro: EL SUEÑO DEL CAMINO

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Es verdad: despierto en la mañana de ti mismo
Esperando tu otra palabra para saber que existo
Ese fondo de espejo a mi rostro distinto
Esa risa sin miedo transmitida a mi instinto

Es cierto: el mundo existe sin mí pero yo vivo
En la eterna condena de verme repetido
Encerrado en las nubes de nuestro sueño arisco
Ese que en nuestra infancia muerta descubrimos

Es verídico:
Todo esto que te digo
Pero ¿dónde se encuentra la hoz que corte su espino
Dónde el golpe certero del airado martillo?

El seguirlo soñando es mi heroico destino.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Gustavo Valcárcel: CARTA A VIOLETA

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Violeta voló como una pajarita,

sus ojos se cerraron a las 7 de la noche del miércoles 15 de septiembre del 2010.


Violeta Carnero Hoke ¡PRESENTE!



"Su nombre vivirá a través de los siglos".
Federico Engels

GUSTAVO VALCÁRCEL: Carta a Violeta


(A Ana María e Ignacio MAGALONI)




Te escribo desde tu propio hogar
Ciudad de México, 19 de noviembre,
enfermo como estoy en nuestra cama vieja
sintiendo despeñárseme la sangre
en pos de ti, río inacabable.


Sobre la almohada, a mi lado,
tibio yace tu último sueño
ahora en cambio la ciudad acoge
tu vehemencia de ola, tu vigilia de amor,
recorriendo el pan nuestro
que hoy día te lo debemos todos.


Antes yo te escribía desde mi juventud
convertida en un gran reloj de cárcel
en romance de piedra, en pasto policial,
en tristeza y tristeza de mis ojos proscritos.
Incomunicado, entonces te escribía
desde una celda o cueva
donde tu nombre era lo único viviente.


Luego seguí escribiéndote
desde Antofagasta, frente al Mar Pacífico,
desde Puerto Barrios, frente al Mar Atlántico,
desde Oaxaca, frente al tiempo,
desde ti, frente al cielo, en la orilla del mundo.


Y aun cuando te miran mis hijos fijamente
me parece que son frases sus miradas
de un alfabeto que fui incapaz de escribir.


Después de tantos meses de silencio
sentí esta mañana el deseo de escribirte
de escribirte una cosa muy sencilla:
para tanto amor, hemos sufrido poco
para tanto amor, hemos hablado poco
para tanto amor, no hemos vivido nada.


Vivir – ¿me oyes? –, vivir un día nuevo
en el que nadie nos persiga
ni nadie nos embargue
ni se nos corte la luz por unos pesos
ni se nos acuse de extranjeros.
Vivir un día nuevo
en que trabajemos sin lágrimas ni odios
pudiendo sentirnos camaradas de todos
y en el que por fin nos sea devuelto
el Perú de tus entrañas, nuestro Perú del llanto.


Vivir –¿me oyes?–, vivir un día nuevo
en el que la verguenza no nos astille el ojo
como cuando se enteran nuestros hijos
de esta paternal orfandad de dos monedas.


Vivir un día nuevo. Un día, en suma,
en el que podamos cantar todos los hombres
después de sentarnos en la yerba
a jugar a la comidita
–como dice nuestra hija–
sin que a nadie le falte que comer.


Sobre esta nueva vida deseaba escribirte
ahora que marchaste temprano a rescatar
nuestros libros del camarada Lenin
nuestros cuadros de Flores y Gutiérrez
y tu reloj y mi reloj embargados por los mercaderes.


Desde la calle me llega
el gorjeo de nuestros pequeños peregrinos
la sinfonía de la clase obrera
el clamor del mundo.
Estoy enfermo, solo, y este quinto piso
parece un subterráneo sin ustedes.


¿No demorarás?
Sobre la almohada, a mi lado,
tibio yace tu último sueño.
Encargo a mis versos una rosa para él
pero hasta la flor de la palabra
cuando quedo solo
no puede olvidar la espina
del tiempo que sufrí.


Ven pronto, cielo junto al cielo,
surca calles, vuelas plazas,
sube corriendo los pisos de nuestra altísima pobreza.
Aquí te espero, en esta cama vieja,
que tanto tiene de mí,
de tus sueños cercanos, de tus cartas lejanas,
de nuestros desvelos por los compañeros
los presos del Perú y el mundo
los perseguidos del Perú y el mundo
los explotados del Perú y el mundo.


Ven pronto, estrella y mar, música terrestre
aquí te espero y mientras llegas
empezaré a amar el porvenir
hecho luz entre tus ojos
pan en las manos de los niños
leche en tus senos, ala en tu voz,
verso en tu cuerpo, rayo en tus labios
eternidad en tu grito de gran madre
rosa roja en tu pasión de comunista
y alba en todo lo tuyo que me estoy llevando al sueño.


Escribiéndote duermo, camarada,
seguro de que, al despertarme, juntos
gozaremos el resto de la lucha
tomados de la mano hasta que caiga yo
hasta que quepan mis huesos en la tierra nuestra
hasta que mi sangre se despeñe en ti
río inacabable, vida, vida . . .


GUSTAVO VALCÁRCEL



lunes, 13 de septiembre de 2010

José Agustín Goytisolo: LOS CELESTIALES


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"No todo el que dice: Señor,
Señor, entrará en el reino…"

(Mat., 7,21)

Después y por encima de la pared caída,
de los vidrios caídos, de la puerta arrasada,
cuando se alejó el eco de las detonaciones
y el humo y sus olores abandonaron la ciudad
después, cuando el orgullo se refugió en las cuevas,
mordiéndose los puños para no decir nada,
arriba, en los paseos, en las calles con ruina
que el sol acariciaba con sus manos de amigo,
asomaron los poetas, gente de orden, por supuesto.
Es la hora, dijeron, de cantar los asuntos
maravillosamente insustanciales, es decir,
el momento de olvidarnos de todo lo ocurrido
y componer hermosos versos, vacíos, sí, pero sonoros,
melodiosos como el laúd,
que adormezcan, que transfiguren,
que apacigüen los ánimos, ¡qué barbaridad!
Ante tan sabia solución
se reunieron, pues, los poetas, y en la asamblea
de un café, a votación, sin más preámbulo,
fue Garcilaso desenterrado, llevado en andas, paseando
como reliquia, por las aldeas y revistas,
y entronizado en la capital. El verso melodioso,
la palabra feliz, todos los restos,
fueron comida suculenta, festín de la comunidad.
Y el viento fue condecorado, y se habló
de marineros, de lluvia, de azahares,
y una vez más, la soledad y el campo, como antaño,
y el cauce tembloroso de los ríos,
y todas las grandes maravillas,
fueron, en suma, convocadas.
Esto duró algún tiempo, hasta que, poco
a poco, las reservas se fueron agotando.
Los poetas rendidos de cansancio, se dedicaron
a lanzarse sonetos, mutuamente,
de mesa a mesa, en el café. Y un día,
entre el fragor de los poemas, alguien dijo: Escuchad,
fuera las cosas no han cambiado, nosotros
hemos hecho una meritoria labor, pero no basta.
Los trinos y el aroma de nuestras elegías,
no han calmado las iras, el azote de Dios.

De las mesas creció un murmullo
rumoroso como el océano, los poetas exclamaron:
Es cierto, es cierto, olvidamos a Dios, somos
ciegos mortales, perros heridos por su fuerza,
por su justicia, cantémosle ya.

Y así el buen Dios sustituyó
al viejo padre Garcilaso, y fue llamado
dulce tirano, amigo, mesías
lejanísimo, sátrapa fiel, amante, guerrillero,
gran parido, asidero de mi sangre, y los Oh, Tú,
y los Señor, Señor, se elevaron altísimo, empujados
por los golpes de pecho en el papel,
por el dolor de tantos corazones valientes.

Y así se perduran en la actualidad.

Ésta es la historia, caballeros,
de los poetas celestiales, historia clara
y verdadera, y cuyo ejemplo no han seguido
los poetas locos, que, perdidos
en el tumulto callejero, cantan al hombre,
satirizan o aman el reino de los hombres,
tan pasajero, tan falaz, y en la locura
lanzan gritos, pidiendo paz, pidiendo patria,
pidiendo aire verdadero.

(Salmo al viento, 1958)

domingo, 12 de septiembre de 2010

Sivio Rodriguez: EL NECIO

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.
"Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de
http://www.mesterdeobreria.blogspot.com/

Avanzar hacia la luz no es necedad
Para no hacer de mi ícono pedazos,
para salvarme entre únicos e impares,
para cederme lugar en su Parnaso,
para darme un rinconcito en sus altares

me vienen a convidar a arrepentirme,
me vienen a convidar a que no pierda,
me vienen a convidar a indefinirme,
me vienen a convidar a tanta mierda.

Yo no sé lo que es el destino,
caminando fui lo que fui.
Allá Dios, que será divino:
yo me muero como viví.

Yo quiero seguir jugando a lo perdido,
yo quiero ser a la zurda más que diestro,
yo quiero hacer un congreso del unido,
yo quiero rezar a fondo un hijonuestro.

Dirán que pasó de moda la locura,
dirán que la gente es mala y no merece,
mas yo partiré soñando travesuras
(acaso multiplicar panes y peces).

Yo no sé lo que es el destino,
caminando fui lo que fui.
Allá Dios, que será divino:
yo me muero como viví.

Dicen que me arrastrarán por sobre rocas
cuando la Revolución se venga abajo,
que machacarán mis manos y mi boca,
que me arrancarán los ojos y el badajo.

Será que la necedad parió conmigo,
la necedad de lo que hoy resulta necio:
la necedad de asumir al enemigo,
la necedad de vivir sin tener precio.
 
Yo no sé lo que es el destino,

caminando fui lo que fui.
Allá Dios, que será divino:
yo me muero como viví.

viernes, 10 de septiembre de 2010

César Vallejo: Entrevista (actual) a José María Eguren

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.
"Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de
http://www.mesterdeobreria.blogspot.com/


El gran simbolista de “El Dios de la centella”, me dice con cierta amargura:

- ¡Oh, cuánto hay que luchar; cuánto se me ha combatido! Al iniciarme, amigos de alguna autoridad en estas cosas, me desalentaban siempre. Y yo, como usted comprende, al fin empezaba a creer que me estaba equivocando. Sólo, algún tiempo después, celebró González Prada mi verso.

Mientras se deslíe su voz ágil, cordial y hondamente sinuosa, sus ojos, de un sombrío alucinado, parecen buscar los recuerdos, y vagan por la sala lentamente.

El poeta Eguren es de talla mediana. En su rostro, de noble tono blanco algo tostado, sus treinta y seis años balbucean ya algunas líneas otoñales. Sus maneras espontáneas, cortadas en distinción y fluidez, inspiran desde el primer momento devoción y simpatía.

Nos habla; y sus explicaciones de algunos de sus símbolos nos sugieren las más raras ilusiones. Se me antoja un príncipe oriental que viaja en pos de sacras bayaderas imposibles.

- ¿Desde sus primeros ensayos -le pregunto- su manera ha sido la misma de ahora?

- Sí -me responde, con viva alegría-. Con un solo breve paréntesis de romanticismo. Muchas de las maestrías de Rubén Darío -agrega- las tuve yo, antes de que se conocieran aquéllas aquí. Sólo que, hasta hace poco no más, ningún periódico quiso publicar mis versos. Yo, desde luego, nunca me expuse a un rechazo.. Pero, ya sabe usted, nadie los aceptaba.

Después, me relata sus largos años de aislamiento literario, que habían de ser tan fecundos para las letras americanas.

- Y el simbolismo se ha impuesto ya en América -me dice con acento y rotundidad-. El simbolismo de la frase, esto es, el francés, existe ya consolidado en el continente; y en cuanto al simbolismo de pensamiento, también, pero con matices muy diversos. Por ejemplo, mi tendencia es distinta de cualquiera otra, según dice González Prada. Así es que, como usted ve, es imposible fijar una fisonomía compendial de la poesía americana presente.

Eguren se entusiasma y goza visiblemente en sus charlas sobre arte.

Me obsequia un aromático “inglés”, y entre humo y humo pasan por nuestros labios los nombres de Goncourt, Flaubert, de Leconte de Lisle y de algunos literatos americanos y nacionales, entremezclados de algún verso divino y eterno.

- Yo y usted tenemos que luchar mucho -me dice, con gesto de suave resignación.

- Pero usted ya ha triunfado en toda la América -le arguyo-. ¿Qué noticias tiene de afuera?

- En Argentina, Chile, Ecuador, Colombia, sé que me conocen y que reproducen con entusiasmo mis versos. Mantengo, además, numerosas relaciones con los intelectuales de esos países. En lo demás, ya veremos, ya veremos, pues todavía…

(Por mi mente pasan el dolor y el genio incomprendido, por su siglo, de Verlaine, de Poe, de Baudelaire).

- ¿Y en Trujillo? -me pregunta Eguren con vivo interés.

Yo ante esta pregunta me turbo; y sin hallar cómo salir del paso, me revuelvo y cambio de actitud en el diván, hasta que, al fin, como alentado súbitamente por un recuerdo, le respondo:

- En Trujillo…

Eguren me interrumpe, y me habla de los escritores de allá, amigos míos, para quienes dedica frases de entusiasta elogio.

- Además -redondea sus palabras con fina galantería- Trujillo es una ciudad simpática para mí, y creo que posee bastante cultura. Yo le doy las gracias.

Al despedirme, el día había volado.

De regreso, miro Barranco, con sus calles rectas pobladas de alamedas; con sus helechos arborescentes y sus pinos. Los chalets, de los más variados estilos, muestran jardines de pulcra elegancia y los vestíbulos abiertos a las brisas vespertinas; las lujosas residencias del confort burgués.

La hora virgiliana, turquesa y verde enérgico. Y el mar de rica plata.

César Vallejo La Semana, Trujillo, N° 2 30 de marzo de 1918

(Fina cortesía del poeta Ángel Gavidia).