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viernes, 6 de noviembre de 2009

Ricardo Dolorier: “Flor de Retama”

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.


Homenaje a Ricardo Dolorier, autor del huayno:

FLOR DE RETAMA

Vengan, muchachos, a ver,
ay, vamos a ver
en la plazuela de Huanta
amarillito flor de retama,
amarillito amarillando
flor de retama.

Donde la sangre del pueblo
¡ay! se derrama
ahí mismito florece
amarillito flor de retama,
amarillito amarillando
flor de retama.

Por cinco esquinas ya están
los Sinchis entrando están:
Van a matar estudiantes,
huantinos de corazón,
amarillito amarillando
flor de retama;
van a matar campesinos,
huantinos, sin compasión,
amarillito amarillando
flor de retama.

Los ojos del pueblo tienen
hermosos sueños,
sueñan el trigo en las eras
el viento por las laderas
y en cada niño una estrella.

La sangre del pueblo tiene
rico perfume
huele a jazmines, violetas
geranios y margaritas
a pólvora y dinamita.
¡carajo!
a pólvora y dinamita.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Antonio Correa Losada: "Esa rara sensación de escribir"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.




(Desde Quito, nuestro corresponsal y aliado, el escritor y gestor nos manda una breve y hermosa columna, sobre el estupor y la sorpresa que le producen las críticas, percepciones y develaciones que los lectores hacen de sus poemas, especialmente los contenidos en su último trabajo, Crónica del Magdalena River. Gracias a esos alumbramientos del otro, Correa empieza a re-conocerse).

Todo poeta sabe bien que el poema es un ser bifronte. Por un lado un instrumento que nos obliga a entrar en confrontación constante con uno mismo y por otro, el gran instrumento de la comprensión humana.

Toda escritura lleva el ritmo desazonado de vivir. Al escuchar diversos comentarios sobre mi último libro de poemas Crónica de Magdalena River, publicado por Ediciones El Búho, en 2008, me embargó una extraña sensación de perplejidad, pues, no pensé que a mis poemas los invadiera una atmósfera dura de tristeza. Luego, comprendí que los lectores encuentran con precisión lo que un texto dice, cuando asocian las palabras a esa rara costumbre que tienen los locos de hablar solos y, que bien, podría identificarse con el oficio de escribir.

Quise responderle a mis amigos (no sin cierto pudor), que me hubiese gustado hacerlo desde el estado alegre de la condición humana, pero que me tocó en suerte hacerlo desde la oscilante mecánica de la desolación, como una forma de exorcismo personal contra la muerte, que aún, sobre nuestra resistencia nos vincula con el mundo. Toda escritura nace de su entorno y el escritor no es consciente de cómo se va impregnando de esa fuerza.

De niño trepaba, al amanecer, los muros del matadero de mi pueblo y con ojos espantados miraba el sacrificio de las reses que soltaban un profundo aullido hasta morir.

Nací en uno de los pueblos del sur, cuando aún era un valle verde y silencioso, cerca de las majestuosas y solitarias estatuas de San Agustín. En la parte alta del valle nace un río, que de un tajo baña toda la geografía de Colombia. Allí vi a los muertos que bajaban en mulas hasta la tienda de abarrotes que tenía mi padre en la entrada del pueblo. La dura historia de hombres y mujeres que nacimos en el año cincuenta.

Pero, la lectura en su cabalismo profundo es la que fija la terca sensación de escribir. Las noches, eran una lancha silenciosa rozada sólo por el crujir de las flores de plátano en el patio de la casa, donde era llevado por las hojas interminables de los libros, en suave y alterado embrujo hasta el amanecer.

Ahora, después de varios años los libros abiertos, exactos y graduales, esperan con paciencia su turno hasta la relectura. Mi biblioteca es un asunto en caos, donde pasea un animal ansioso y, bajo el llamado del antiguo vicio, los libros, gratos y soberbios, me lanzan a escribir mi propia desazón en un papel en blanco.

Siempre nos preguntamos ¿Qué es la poesía? Se ha respondido que es el estilo particular que tienen los individuos para comunicarse consigo mismo y con los demás. Ricardo Cassiano, poeta portugués, la definió con abrumadora sencillez, como “Una isla rodeada de palabras por todas partes / escritas con el sudor de la frente / de un hombre (o una mujer) que tiene(n) hambre como todos los hombres (y mujeres)”.

En mi doble condición actual de ciudadano de dos países, Colombia y Ecuador (recibí la honrosa distinción de ciudadano ecuatoriano en el 2008), me he preguntado si la poesía obedece a una región o a un país. Entonces, si en el Caribe existe una literatura del Caribe ¿podemos hablar en los Andes de una literatura andina? Con este interrogante en la cabeza, como coordinador del Encuentro Internacional de Escritores convocado por el Gobierno de Pichincha el año pasado, escribí al poeta Mario Montalbetti, de Perú, invitándolo a participar con un tema enrumbado en esta dirección.

Al conocer su ponencia, Poesía & Nación, que en uno de su apartes dice: “No crece en mí ninguna envidia patriótica al saber que Neruda haya sido chileno o Seamus Heaney sea irlandés o Marianne Moore norteamericana o Adoum ecuatoriano o Pessoa portugues”. Al señalar este breve fragmento y gozar de la lectura a lo largo de su lúcido ensayo, comprendí la importancia y peligros del asunto.

Se ha dicho con meridiana claridad, que la poesía, precisamente por ser una actividad central del espíritu humano, no pertenece a ningún lugar determinado. Así, Octavio Paz, cuando se refiere a la lírica sueca, dice: “entre sur y oeste hay un infinito número de puntos: una infinidad de caminos equivocados. Quizá por eso los Aztecas y otros pueblos más cuerdos que nosotros creían que los puntos eran cinco: Norte, Sur, Este Oeste y Centro”.

Pero a pesar de todo, los individuos nos extraviamos con gran facilidad. Lo desconocido nos rodea aunque sepamos el nombre de nuestros vecinos, porque no estamos seguros de nuestra propia identidad.
(Texto tomado de Con-fabulación Periódico Virtual ).

miércoles, 4 de noviembre de 2009

FALLECIÓ CLAUDE LEVI-STRAUSS

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.

FALLECIÓ CLAUDE LEVI-STRAUSS

Se anunció hoy el fallecimiento, ocurrido el pasado domingo, del último gigante del pensamiento francés, fundador de la antropología moderna. El año pasado, al cumplir cien años había sido homenajeado con una jornada dedicada a él y a su obra en el Museo del Quai Branly, una exposición en la Biblioteca Nacional y la publicación o reedición de numerosos libros suyos.

"Odio los viajes y los exploradores …": así de radical hubo comenzado, uno de los viajeros y exploradores más prolíficos del siglo XX su autobiográfico "Tristes Trópicos" (1955). El tono escéptico - aunque no cínico - era característico de quien tal vez haya visto demasiadas cosas y sufrido demasiadas decepciones como para dejar un hueco a la esperanza en el ser humano. Quizá esa distancia hacia las personas y hacia la vida en general le haya permitido a Levi-Strauss convertirse en un genial observador del ser humano.

Había estudiado filosofía y derecho, aunque lo aburrieron. Contaba con una vasta cultura clásica y literaria y también con profundos conocimientos en música clásica y contemporánea. Sin embargo, sus "tres amantes", como él las definía, fueron la geología, el marxismo y el psicoanálisis. Tanto la geología, como el marxismo y el psicoanálisis comparten una premisa: las cosas constan de estructuras y estas estructuras pueden ser descubiertas y analizadas en detalle

Pionero del estructuralismo, recorrió el mundo para comprenderlo y estudiar sus mitos, Lévi-Strauss obró por la rehabilitación del pensamiento primitivo, a veces con la mirada de un moralista. "A caballo entre filosofía y ciencia (...), su obra es indisociable de una reflexión sobre nuestra sociedad y su funcionamiento.

En 1931 obtuvo el título de catedrático de filosofía. Nombrado profesor en la Universidad de Sao Paulo, se trasladó en 1935 a Brasilia donde dirigió varias misiones etnológicas en Mato Grosso y en Amazonia. "He sido siempre un americanista a causa de la impresión imborrable provocada en mí por el Nuevo Mundo, a lo que se agrega el trastorno, que dura aún, causado por mi contacto con una naturaleza virgen y grandiosa (...) Creo que ningún otro continente necesita tanta imaginación para estudiarlo", escribió.

En 1941, debido a su origen judío que lo obligó a dejar Europa, se refugió en Estados Unidos, enseñó en Nueva York y conoció allí al lingüista Roman Jakobson, que tuvo una gran influencia sobre él. En 1949 asumió el cargo de subdirector del Museo del Hombre de París. En 1959, ocupó la cátedra de antropología social del Colegio de Francia, donde ejerció hasta su jubilación, en 1982. Doctor honoris causa por varias prestigiosas universidades (Oxford, Yale, Harvard, etc...), fue el primer etnólogo elegido miembro de la Academia Francesa (en 1973).

Entre sus principales obras figuran "Estructuras elementales del parentesco", "Antropología estructural" I y II, en las que aplica al conjunto de los hechos humanos de naturaleza simbólica un método, el estructuralismo, que permite discernir formas invariables dentro de contenidos variables, y "El pensamiento salvaje". Es también autor de "Mitológicas", obra de la que el primero de sus cuatro tomos ("Lo crudo y lo cocido") ilustra la oposición entre naturaleza y cultura.

En una de las escasas entrevistas que otorgó en los últimos años (en 2005), tras evocar su "deuda" con Brasil, afirmaba: "vamos hacia una civilización de escala mundial. En la que probablemente aparecerán diferencias, al menos hay que esperarlo (...). Estamos en un mundo al que yo ya no pertenezco. El que yo he conocido, el que he amado, tenía 1.500 millones de habitantes. El mundo actual tiene 6.000 millones de humanos. Ya no es el mío".

(Texto proporcionado por Adriana Riss).

martes, 3 de noviembre de 2009

Julio Carmona: "César Vallejo y su relación con el vanguardismo"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.

(Ponencia presentada en el VIII Encuentro "Manuel Jesús Baquerizo", realizado en la ciudad de Huamachuco entre los días 28 y 31 de octubre de 2009).

Vanguardia y revolución son dos conceptos que marcan a la literatura que surge en América al comenzar el siglo XX. El concepto de revolución surge bajo el influjo de las revoluciones mexicana (1910) y rusa (1917). Y su reflejo en la literatura marcha paralelo a la “evolución” artística que se está dando en Europa con el vanguardismo, que, en cierta medida, busca revolucionar el arte. Por ello, los límites entre ambas corrientes socio-culturales de comienzos del siglo XX, son muy sutiles, pero son. Y tal vez el más notorio sea el que marcan las características del orden y la aventura con sus signos específicos en relación con la realidad: de acercamiento (el primero) y alejamiento (la segunda).

La literatura americana moderna no es flor de invernadero, no nace por partenogénesis, como ciertos organismos unicelulares. Es una literatura, pues, que está marcada por un hecho palmario: la existencia de dos maneras contrapuestas de entender el arte: aquella que lo aleja de la realidad y lo aísla valorándolo sólo por su forma, y de ahí le viene la denominación de formalismo, y la otra que acerca el arte a la realidad considerando, incluso, que su misma forma es deudora de ella, y por esa cercanía a lo real adopta la denominación de realismo. El vanguardismo, con su pretensión declarada de hacer avanzar al arte más allá de lo que había ocurrido desde el renacimiento (y los movimientos que lo sucedieron), circunscribió ese impulso a los límites puramente formales, y no trascendió a buscar el vínculo con la revolución social, a pesar de la postura política asumida por el surrealismo (que no pasó de eso: postura). Contrariamente, el realismo en su afán de no aislarse de la realidad, asumió de ésta la dimensión irrevocable de la revolución social que, indirectamente, implicaba una transformación artística, la misma que no tenía por qué ser solamente formal.

Para definir al vanguardismo (formalismo) y al realismo suele usarse, también (aparte del orden y la aventura), las expresiones de pesimismo y optimismo. Pero, en realidad, lo que debe hacerse respecto de éstas, para deslindar sus diferencias, es determinar el carácter de clase que las sustenta. Y entonces se verá que ambas pueden darse en cualquiera de las clases sociales. Un poema burgués o un poema proletario pueden ser optimistas o pesimistas. De donde se deduce que tanto el optimismo como el pesimismo no deciden la dirimencia. Es más, no se pierda de vista que tanto el pesimismo como el optimismo suelen ser estados de ánimo extremos en que se debate la pequeña burguesía. Y en ese sentido se puede decir con William George Ward que "El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas", es decir, que las dos primeras opciones son insuficientes, porque no son dialécticas; mientras que la del realismo sí lo es, porque el hombre realista es el que sabe estar en la realidad, creando sentidos y posibilidades positivas para la vida humana. Realista –como ha dicho alguien– es aquél que convierte sus diferencias con otros en un espacio de crecimiento personal y colectivo, y se responsabiliza de sus actos y decisiones frente a las opciones de solución y de construcción de consenso. Realista es aquél que –al decir de José Vasconcelos y lo admitía Mariátegui– proclama un pesimismo de la realidad basándose en un optimismo del ideal.

Muchas veces el término ‘vanguardismo’ se usa de manera indiscriminada para clasificar como tales a algunos poetas, considerando, por ejemplo, sólo la época en que les tocó actuar (de preferencia las tres primeras décadas del siglo XX) que coincide con el movimiento vanguardista europeo del período de entreguerras (1918-1939). El criterio de peso para esa clasificación es el hecho de que esos poetas impulsaron con su obra la transformación formalista que había iniciado el modernismo, y que con el vanguardismo llegó a límites insospechados. Y, en ese sentido, la mayoría de los poetas de dicho período, en efecto, rompen con la poesía tradicional de manera casi absoluta. Y este fue un paso que los poetas modernistas no se atrevieron a dar. Pero no todos esos poetas hicieron una poesía puramente formalista, esteticista o deshumanizada (según la calificación acuñada por Ortega y Gasset). Los hay que, aprovechando ese impulso formal, apostaron por una propuesta de transformación total, de la realidad, de la sociedad, de la humanidad. Lo lamentable es que a los poetas de este esfuerzo se les trata de incluir sólo dentro del esteticismo, del purismo o del vanguardismo.

Desde esta perspectiva, es que algunos estudiosos incluyen a César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892-1938) dentro de la literatura de vanguardia, y otros a Alberto Hidalgo (Arequipa, 1897; Buenos Aires, 1967) dentro de la literatura de la revolución. Pero no hay que perder de vista un hecho crucial. Que ambas corrientes se imbrican decididamente con las posturas ideológicas y políticas de sus representantes. Y así podemos decir que, por ejemplo, en el caso de Hidalgo –pese a la constancia de varios de sus poemas que tratan el tema revolucionario– no deja de percibirse “la confesión de su individualismo absoluto”, como lo define Mariátegui, y, en esa medida, como dijo el mismo Mariátegui: “Hidalgo está -como no podía dejar de estar– en la vanguardia. Se siente –según sus palabras– en la izquierda de la izquierda.” Y en el caso de Vallejo no habría de ocurrir eso. Todo lo contrario. Él se ubicó –exento de todo megalomanismo, al decir de Mariátegui– sólo en la izquierda. Y el haber mantenido esa posición, sin dejarse seducir por el oropel de los malabarismos formales, su ubicación de ninguna manera se condice con los parámetros de la vanguardia artística, sino de la vanguardia política. Y por eso se le considera como el iniciador de la literatura proletaria peruana. Quizá la siguiente frase del mismo Vallejo defina el problema de manera frontal: “Yo amo a las plantas por la raíz y no por la flor.”

Según la opinión autorizada del insigne estudioso de la literatura peruana, el español don Luis Monguió , la literatura de la modernidad peruana tendrá dos grandes impulsores: José María Eguren (Lima, 1874-1942) y César Vallejo. Y el mismo Monguió establece la bifurcación de la poesía peruana inmediatamente posterior al modernismo en dos grandes corrientes: la pura y la social, ambas vinculadas a cada uno de los dos poetas nombrados, Eguren y Vallejo, respectivamente. Y serán ésas las dos grandes líneas de fuerza que estarán marcando el desarrollo de la literatura peruana durante todo el siglo XX, aunque con una más precisa nominación: tendencia formalista y tendencia realista.

Y el caso emblemático es el de César Vallejo, a quien un crítico enterado (aunque esquemático) como Ricardo González Vigil califica de “vanguardista” –de manera casi obsesiva–: ‘la cristalización definitiva de la modernidad’ –dice– “recién llegó a cuajar en toda su dimensión, en lo tocante a las letras de lengua española, en el período de la ‘aventura’ vanguardista. En el Perú eso acaeció con Trilce (1922).” Y, más adelante (en la p. 31), vuelve a insistir: “El primer fruto completamente ‘moderno’ fue Trilce, la expresión más genial y radical del período vanguardista en toda el área hispánica.” Y aun ha llegado a lamentarse que otros críticos (como Luis Alberto Sánchez y Augusto Tamayo y hasta Alberto Escobar) ‘desdeñando al vanguardismo, rescaten de él a Vallejo’ y “lo hacen casi un postmodernista o, en todo caso, un postvanguardista).” (Op. cit.: 27).

Pero, en verdad, esa inclusión de Vallejo en el vanguardismo sólo porque con Trilce logra revolucionar la literatura en lengua española de una manera radical (no sólo formalmente), equivale a considerar la experimentación formal como exclusiva del vanguardismo, como si dijéramos que de no haber existido el movimiento vanguardista Vallejo no hubiera hecho lo que hizo, porque –según ese criterio– “la experimentación formal” tenía patente de exclusividad vanguardista. Cuando el caso de Vallejo no debe inscribirse sólo en la experimentación formal (que, además, era propia de la época, y había tenido sus antecedentes en Walt Whitman o en los mismos modernistas americanos, que bebieron en la fuente de los modernistas franceses, parnasianos y simbolistas, grandes experimentadores de la forma), porque Vallejo es consciente que se debe hacer una revolución formal (“Quiero escribir, pero me sale espuma”), sin embargo, siente que ésta es inseparable de una revolución humana (que incluye la social: “no hay cifra hablada que no llegue a suma”). Por eso nos parece pertinente esta reflexión de Jorge Puccinelli acerca de la asunción vallejiana de ‘la palabra justa’, y dice que en Vallejo se hace carne: “el amor ‘del verbo que salva las distancias’, de la palabra justa y del acento justo que mueve al mundo. La palabra justa tiene en él una doble valencia: es no sólo la palabra exacta y precisa sino la palabra que expresa la justicia, porque para él la cultura está ‘basada en la idea y la práctica de la justicia, que es la única cultura verdadera’.”

A Cesar Vallejo, pues, no debe llamársele “poeta de la vanguardia” sino poeta de la revolución. Incluso si nos remitimos a su propia convicción respecto de las escuelas de vanguardia, a las que consideraba meras fábricas de “poemas sobre medida”. Veamos cómo lo dice:

"La inteligencia capitalista ofrece, entre otros síntomas de su agonía, el vicio del cenáculo. Es curioso observar cómo las crisis más agudas y recientes del imperialismo económico -la guerra, la racionalización industrial, la miseria de las masas, los cracs financieros y bursátiles, el desarrollo de la revolución obrera, las insurrecciones coloniales, etc.- corresponden sincrónicamente a una furiosa multiplicación de escuelas literarias, tan improvisadas como efímeras. Hacia 1914, nacía el expresionismo (Dvorak, Fretzer). Hacia 1915, nacía el cubismo (Apollinaire, Reverdy). En 1917, nacía el dadaísmo (Tzara, Picabia). En 1924, el superrealismo (Breton, Ribemont-Dessaignes). Sin contra las escuelas ya existentes: simbolismo, futurismo, neosimbolismo, unanimismo, etc. Por último, a partir de la pronunciación superrealista, irrumpe casi mensualmente una nueva escuela literaria. Nunca el pensamiento social se fraccionó en tantas y tan fugaces fórmulas. Nunca experimentó un gusto tan frenético y una tal necesidad por estereotiparse en recetas y clichés, como si tuviesen miedo de su libertad o como si no pudiese producirse en su unidad orgánica. Anarquía y desagregación semejantes no se vio sino entre los filósofos y poetas de la decadencia, en el ocaso de la civilización greco-latina. Las de hoy, a su turno, anuncian una nueva decadencia del espíritu: el ocaso de la civilización capitalista."

Un sentido lógico, elemental, obliga a respetar ese punto de vista del poeta y evitar incluirlo en un ámbito con el que sólo tiene la afinidad de la experimentación formal, que es común a todos los grandes poetas de todos los tiempos y que, en este caso, no es el decisivo para definir esa grandeza. Vamos a transcribir aquí un poema de él que corrobora nuestra apreciación de llamarlo poeta de la revolución:

MASA

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
“No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: “tanto amor y no poder nada contra la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: “¡Quédate, hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...

Por eso advertimos que el término ‘vanguardismo’ debe usarse “con pinzas”, e insistimos también en señalar que quienes lo usan lo hacen sólo para relevar el aporte de experimentación formal que los poetas así calificados realizan. Tal sería el caso, en el Perú de los primeros años del siglo XX, como ya hemos dicho, de Alberto Hidalgo, quien además de ese aporte formal –muy significativo en su poética– también –como Vallejo– participó en la creencia de la liberación del hombre. En ese sentido, incluimos aquí el siguiente poema:

"¿Quién fue el que impidió el libre acceso a la cañigua
al indio que era propietario de ella
quién abusó de cercos
su fundo que era como mano abierta
quién colocó a su paso tantas vallas
para que no siguiese pastoreando sus mieses
para que no pudiera seguir produciendo sus matitas de quinua
por entre esteros y quebradas
quién lo obligó a pedir un pasaporte
para entrar en su campo
para caber bajo su techo
para vivir a su mujer?
Él quería muy poco
ni siquiera quería libertad
(es ésta una palabra convencional moderna
aunque menciona una pasión asidua)
no reclamaba libertad
y lo forzaron a tenerla
pero qué libertad
la libertad de acumular pobreza
la libertad de enriquecer a otros
libertad de sufrir y tener hambre
libertad de ser mudo
libertad de ser sordo
libertad de ser ciego
libertad de dolor y de lloro y de luto
libertad
libertad
qué libertad."

Ese también es el caso del –sí– más grande vanguardista peruano Carlos Oquendo de Amat (Puno, 1905; Navacerrada, 1936), quien publicó sólo un libro de poesías: 5 metros de poemas (1929), y estuvo en España cuando allí se desarrollaba una cruenta guerra civil (1936-1939), adhiriendo a favor de la causa de la República (como lo hizo la parte sana de la intelectualidad mundial). Leamos el siguiente poema:

"poema del manicomio

Tuve miedo
y me regresé de la locura
Tuve miedo de ser
una rueda
un color
un paso

PORQUE MIS OJOS ERAN NIÑOS
Y mi corazón
un botón
más
de
mi camisa de fuerza

Pero hoy que mis ojos visten pantalones largos
veo a la calle que está mendiga de pasos."

Pero también en esta época de vanguardismo y de revolución hay que mencionar a José Carlos Mariátegui, el más preclaro conductor de la revolución en el Perú, quien desarrolló una intensa actividad literaria en su juventud (su, por él mismo llamada, “edad de piedra”): poemas y cuentos, reunidos póstumamente bajo el título de Escritos juveniles , así lo confirman, y no obstante, no deja testimonio de una poesía militante. De Mariátegui transcribimos aquí su hermoso poema en prosa:

"LA VIDA QUE ME DISTE

Renací en tu carne cuatrocentista como la de la Primavera de Botticelli. Te elegí entre todas porque te sentí la más diversa y la más distante. Estabas en mi destino. Eras el designio de Dios. Como un bajel corsario, sin saberlo, buscaba para anclar la rada más serena. Yo era el principio de muerte; tú eras el principio de vida. Tuve el presentimiento de ti en la pintura ingenua del cuatrocientos. Empecé a amarte, antes de conocerte, en un cuadro primitivo. Tu salud y tu gracia antiguas esperaban mi tristeza de suramericano pálido y cenceño. Tus rurales colores de doncella de Siena fueron mi primera fiesta. Y tu posesión tónica, bajo el cielo latino, enredó en mi alma una serpentina de alegría. Por ti mi ensangrentado camino tiene tres auroras. Y ahora que estás un poco marchita, un poco pálida, sin tus antiguos colores de madona toscana, siento que la vida que te falta es la vida que me diste."

Y es así, entonces, que las opciones estéticas (o poestéticas) pueden intercambiar tácticas, pero no pueden confundirse en sus estrategias, en sus principios, sin riesgo de anonadamiento. El formalista Alberto Hidalgo y el mismo Carlos Oquendo, sin abdicar de sus experimentalismos poéticos, pudieron escribir poemas realistas de hondo sentido humano; del mismo modo, los realistas José Carlos Mariátegui y César Vallejo pudieron experimentar con técnicas formalistas sin depreciar su estética de “decir muchísimo”. Cuánta diferencia entre ese característico “quiero decir muchísimo y me atollo” vallejiano, y aquel otro precepto (también justo definidor) de la poética de Martín Adán: “Poesía no dice nada/ poesía se está callada”.

La definición de la época –en el caso de Vallejo– obligaba a deslindar entre “vanguardismo y revolución”, y obviamente la segunda es la definición que más calzaba con él. Hoy por hoy, en que la revolución ha dado un paso atrás (para el salto que implique dos adelante), en el ámbito literario se debe optar ya no entre “vanguardismo y revolución”, sino entre formalismo y realismo. Y en este último Vallejo encuentra su mejor ubicación. En la década de los noventa del siglo pasado (no tenemos por qué dudarlo) Vallejo hubiera estado en las mazmorras del fujimorismo. Pero hoy –sin perder su espíritu revolucionario– reclamaría del hacer poético un decidido realismo.

La tendencia realista todavía es, y Vallejo sigue siendo realista; el movimiento vanguardista ya fue, y a él no perteneció Vallejo; por lo tanto, es erróneo que ahora se pretenda encasillarlo en él.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Eduardo García Aguilar: "Consejos inútiles para escritores bobos"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.



La devaluación de la palabra ha llegado a tal nivel, que no es vano preguntarse si escribir tiene todavía sentido y si la literatura es sólo un oficio comercial e industrial que pasó a la historia, en tiempos de imágenes y competitividad desbocadas. Los autores de hoy están avorazados por obtener premios y subir a los podios como reinas de belleza y obedecer mansos a las órdenes de los editores que planean en sus oficinas olas sucesivas de novelas históricas, autobiográficas, policiacas o sobre temas de autoayuda para amas de casa. Y para sostenerse en la efímera pasarela del cabaret, el autor produce a destajo obras cada vez más vacías y ridículas.

Hoy un autor discreto y profundo como Juan Rulfo o Elías Canetti sería impensable y a cambio tenemos que soportar cada semana la risa Pepsodent de Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes con sus cien doctorados honoris causa y el premio semanal. El silencio es un pecado en tiempos de literatura espectáculo, donde reinan las obviedades y los temas correctos y perfumados de historia patria, cuando no el fácil escándalo autobiográfico para asustar monjas. Y para sobrevivir en la farándula, el escritor debe volverse el perro faldero e inicuo de los poderosos y de los grupos de influencia mediática.

Todo comenzó con las tabletas de los grandes imperios perdidos, cuando funcionarios y sacerdotes plasmaban jeroglíficos sobre un barro que luego, ya seco, viajó milenios hasta nosotros. Es saludable observar esos escritos de piedra en las estanterías de los grandes museos que nos hacen viajar hacia los tiempos de Babilonia, Nínive o Alejandría, para entender el olvido y la pervivencia simultánea de esas voces lejanas. Nada tan impactante como la observación del pequeño escriba sentado de Egipto, expuesto en una sala del Louvre, que nos maravilla e interroga siempre desde su época con la ignota mirada. Esa figura me fascina desde la escuela, cuando la descubrimos en viejos libros de historia que mirábamos durante horas con sus figuras borrosas de grandes templos y ciudades milenarias desaparecidas en el cataclismo del vasto Oriente Medio, de donde provienen casi todas las cosas. El escriba esta ahí, perfecto, silencioso, con sus ojos de vidrio insondables, imagen del letrado que nos viene desde el más profundo pasado y del más allá. Hay algo en él que resume en su gloria la labor de quienes escribían sobre papiros o cueros para la eternidad o el olvido. En el mundo egipcio, la escritura impregna todas las enormes superficies de los templos y las criptas selladas. De ellos nos quedan muchas cosas gracias a las arenas secas del desierto y tanto o más tuvo que haber en otras civilizaciones borradas del mapa por inundaciones, incendios o guerras en las interminables rutas del Extremo Oriente.

Lo que ha llegado a nosotros es ínfimo fruto del azar. Del escultor Praxiteles sólo tenemos copias de sus obras inolvidables. Y de Sócrates, sus palabras rebeldes nos llegan a través de su discípulo Platón. Ellos existieron e hicieron parte de la obra colectiva del hombre en su larga aventura, después de milenos de ver amanecer y atardecer y atestiguar las acciones de la muerte, la enfermedad, el poder, la gloria, la derrota y el olvido. Con los clásicos de la filosofía y tragedia griegas es suficiente. Esquilo, Sófocles y Eurípides dijeron todo lo que había que decir sobre la aventura humana. ¿Entonces para qué escribir hoy banalidades y creerse el cuento?

Muchas de esas voces colectivas quedaron para siempre en los libros sagrados que hoy por fortuna se leen en todos los puntos cardinales y nos impactan con la misma fuerza que hace milenios y nos iluminan como en tiempos de anacoretas y guerreros. ¿Qué misterio hay ahí en esas obras que siguen firmes pese a los progresos de las ciencias y los avances y retrocesos de la razón, que todo explica y desmenuza? Hay gran belleza en esas palabras antiguas, en los libros de viejos filósofos que como Lucrecio trataron de entender el mundo y sus misterios con una voz llena de poesía que está viva tiempo después de la caída del Imperio Romano, el de Pompeya, a la vez tan lejano y tan cercano que nos prueba lo poco que el mundo ha cambiado pese a las nuevas proezas técnicas. Lucrecio y Propercio han sobrevivido y una escasa cofradía de hombres de hoy accedemos a ellos y los disfrutamos. Somos la minoría y qué importa. Es preferible pertenecer a la minoritaria cofradía anacrónica que ir entre el rebaño de los lectores de best sellers.

¿Para qué escribir entonces hoy? Los escritores milenarios lo hacían por otras razones. Grababan ideogramas en esos papiros para nada y para nadie, sin imaginar que un día estarían tan cerca de quienes habitamos en el mundo tres mil o cuatro mil años después. Los motivos de la escritura presente son tan deleznables que uno se pregunta por el sentido de escribir hoy y perder el tiempo leyendo contemporáneos. La pulsión actual es competitiva, comercial, vanidosa, corroída por la envidia y la emulación, y el individualismo del éxito y la vanidad patética llevan indefectiblemente a endiosar a escritores payasos y a olvidar a quienes están lejos de los tronos y los corredores del poder y cerca de la ebriedad y la locura como Sócrates y Diógenes en su tiempo.

En la guerra el héroe arriesga su vida, pero en la literatura y la escritura de hoy nadie arriesga nada. El escritor de hoy está equivocado porque busca izarse en un podio de dólares y volverse estatua de pacotilla para una corte de ilusos. ¿Para qué escribir hoy si nos hemos olvidado de que todo es olvido y que no quedará rastro de tantos libros y textos lanzados en la red? Todo será sólo la voz colectiva de una época. El escritor como individuo, el que surgió en la era moderna, se ha ido para siempre en el remolino de la proliferación. Volveremos a los libros sagrados, donde la voz no tiene autor ni estatua. La palabra hoy es sólo polvo, ruido y viento. Y como diría nuestro poeta Porfirio Barba Jacob, es sólo "Polvo de Pericles, polvo de Simón".

domingo, 1 de noviembre de 2009

Cristina Castello: "La hora de la espada: Borges, Pinochet y Videla"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.





Amaba la música de Pink Floyd, de Los Beatles, de los Rolling Stones y de Brahms. Adoraba a “Bepo”, su gato. Mientras, aplaudía al gobierno que hizo desaparecer a 30.000 personas –luego de torturas satánicas–, durante el golpe de Estado de 1976 en Argentina. Abrazado a su gato, Borges reclamó públicamente “cien años de dictadura militar”.

“Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno”, dijo en mayo de aquel año. Se refería a la reunión que mantuvo con el genocida Jorge Rafael Videla, primer presidente de facto de aquella etapa; había asistido, presuroso, con Ernesto Sábato, quien fue después defensor de los derechos humanos: los rictus de la vida.

El tiempo hizo su juego y en1980, con o sin el gato “Bepo”, recibió a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo, gesto en el cual –aunque ella lo niega, discreta– hay una influencia evidente de María Kodama. Entonces se mostró conmovido, y hasta indignado con los militares asesinos; y reiteró esa conducta cuando, ya en democracia, se juzgó a los desaparecedores de seres humanos: recién en ese momento quiso enterarse de los suplicios y muertes sufridos por sus congéneres, y escribió una crónica para la agencia EFE. ¿Había despertado por fin su lucidez para la fraternidad? Ojalá.

Pero las palabras son una suelta de pájaros: imposible remontarlas cuando vuelan a voluntad del viento. ¿En cuántas personas influyeron sus primeras declaraciones? ¿Cuántas, sin pensamiento propio, repitieron los conceptos del poeta sólo porque “lo dijo Borges”?

Paseó entre laberintos, espejos, libros de arena, ruinas circulares y bibliotecas de Babel. Cultivadísimo –es una de las más grandes glorias mundiales de la literatura– se fue de este planeta el 14 de junio de 1986, siempre en espera del Nobel. La condecoración que, orgulloso, había recibido de las manos con sangre de Augusto Pinochet, fue un escollo insalvable para el premio. Aquel día se alborozó con su flamante doctorado Honoris Causa de la Universidad de Chile, y enarboló la hora de la espada. La hora de la espada, el discurso reaccionario de Leopoldo Lugones, quien –con esas palabras– avalaba la siembra de muerte de los futuros golpes de Estado.

Borges fue Borges, ni más ni menos y sin «ismos», a pesar de haberse definido como anarquista. A los 17 había sido tildado de comunista, con la prohibición de entrar a Norteamérica. En realidad, sólo había tenido un enamoramiento adolescente de la Revolución Rusa, fuente de inspiración para el poemario “Los salmos rojos”, que destruyó tres años después. Sólo se publicaron los versos de la poesía que da título al libro, en la revista “Grecia”, en un periódico de España y en otro de Ginebra.

De su pecado de juventud sólo queda esa huella, y las cenizas de tantas estrofas incendiadas.

En 1983 anunció su suicidio en el diario La Nación, en el relato “Agosto 25, 1983”. Por cierto que no se quitó la vida; y justificó haber jugado con las palabras y con la opinión pública, en su cobardía para auto inmolarse. ¿Buscaba con sus actitudes, la fama y el espacio que su país le negaba como escritor? ¿Era un exquisito provocador?

Lúdico, me dijo en una entrevista que el deporte que más le gustaba era la riña de gallos; y con su proverbial ironía bajo el aspecto de ingenuidad, se preguntaba por qué en el fútbol 22 hombres corren detrás de una pelota, en lugar de comprar 22 pelotas.

Se jactaba de haber tomado mescalina y cocaína en su juventud. Pero aquello no duró más que un instante: su droga dura fueron los caramelos de menta, y su devoción, la merluza hervida.

Travieso, guardaba billetes de 10, 50 y 100 dólares entre los libros de su Paraíso: la biblioteca. A pesar de no haber creído en ningún dios, antes de morir rezó el “Padre Nuestro”, porque así lo había dictaminado muchos años antes, su madre. Doña Leonor Acevedo seguía rigiendo el destino del hijo –el “inútil” e “infeliz”–, obediente hasta el último soplo, que exhaló el 14 de junio del ’86.

“Me duele una mujer en todo el cuerpo”
(Borges, en El oro de los tigres)

Su padre lo llevó a un prostíbulo en Ginebra, para que ejerciera por primera vez como varón; y desde entonces, el amor le fue una frustración. Muy amigo de Adolfo Bioy Casares, escritor y caballero excelso y de una personalidad fuertemente seductora, Borges vivía a través suyo, lo que la vida no le daba: la pasión de una dama. Se sentía el patito feo.

El nombre de una mujer recorrió el mundo en los versos borgianos: “Yo que he sido todos los hombres, no he sido aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”. Matilde no existió jamás: era el personaje de una novela ignota y de baja calidad, a quien él dio entidad universal con su estrofa.

La soledad puede ser una telaraña.

A Elsa Astete Millán, su primera esposa, la conoció en 1931, cuando él tenía 32. La relación fue terrible: sin amor, sin pasión, sin interés de ninguno de los dos por el otro. Ella se enamoró de Ricardo Albarracín Sarmiento, dejó al poeta ciego y amante de las espadas, y se casó con el candidato nuevo. Sólo después de decenios, Elsa relató aquel fracaso, sin mucha elocuencia:

―”No se dio”, contó, apenas.
―”Sólo la esperaba a ella”, gimió el poeta a modo de narración.

Para mitigar la espera, Borges se enamoró de Estela Canto –quien jamás lo amó–, de Silvina Bullrich, de María Esther Vásquez, y más.

Y llegó 1965 –habían pasado más de treinta años– y el reencuentro con Elsa. Él ya estaba casi ciego, tenía 68 años y ella 57. Sin que le importara su agnosticismo, se casaron por iglesia: por amor, todo podía sacrificarse. Al menos eso creyó.

Doña Leonor Acevedo había influido una vez más: ―“¿Cada noche de su vida, antes de acostarse, miraba tu foto”, dijo a su futura nuera.

El matrimonio se terminó después de tres años, en 1970. Georgie se cansó: sin una palabra, salió de la casa conyugal y no volvió jamás. Unos meses después, mientras paseaba con su sobrino por la calle Florida de Buenos Aires, Elsa Astete Millán se cruzó con el escritor y lo saludó:

―”¿Quién es?”, preguntó el poeta, ya totalmente ciego.
―”Es Elsa, tío”, fue la respuesta.

―”¿Y quién es Elsa?”, repreguntó Borges.

Enterraba el amor, ¿el amor? ¿Fue Millán la pasión que le hizo escribir me duele una mujer en todo el cuerpo? Todo hace pensar que no, pero... Qui sait?

Alcanzó la fama recién en la antesala de la vejez, a pesar de haber comenzado su vida literaria como un superdotado. A los siete años había escrito en inglés un resumen de la mitología griega; a los ocho, el cuento “La visera fatal”, inspirado en un episodio del Quijote; y a los nueve tradujo del inglés “El príncipe feliz” de Oscar Wilde.

Su obra incluye cuentos, ensayos y poesía. Fue un innovador, abrió senderos. No hay que olvidar que dos de las grandes revoluciones de la lengua castellana, tuvieron su origen en la América morena: una fue la de Rubén Darío y el modernismo; y la otra, la de Borges, a partir del cambio que impuso a la narrativa. Además, hizo guiones de cine, crítica literaria y prólogos; escribió en colaboración con otros escritores, y tradujo obras del inglés, francés, alemán, anglosajón y escandinavo antiguo.

Era como Leonardo da Vinci, complejísimo y lleno de matices, con inteligencia fascinante e imaginación enorme. ¿Era como el genio da Vinci? Así lo siente María Kodama. Cultivadísima, escritora e incansable cancerbero de la obra del Maestro, ella amaba tanto “su rostro de conejo» como verlo reír tal «un cachorro de tigre al sol”.

“Ulrica”, según él la llamaba –nombre nórdico que quiere decir “Osita”–, escuchó por primera vez un poema del que sería su esposo, cuando tenía cinco años; lo conoció a los 12 y la relación amorosa empezó a finales de los’60, pero se hizo exclusiva, desde el adiós a Elsa. “Osita” fue también un gran soporte de la actividad literaria y personal de Borges, lo ayudó en la dirección de su colección “Biblioteca personal”; y escribieron juntos, en colaboración, “Breve antología anglosajona” y “Atlas”.

Fue desenfadada, fresca y espontánea con el Maestro: a pesar de su juventud, le discutía cosas que podrían haber parecido una insolencia y que, sin embargo, a Georgie le gustaban y divertían. Y así la disfrutó: libre como un animal en la selva, según ella se define, a costa de ser prisionera de su libertad.

María fue los ojos a través de los cuales Borges descubrió geografías, amaneceres y obras de arte presentidas pero vedadas para sus pupilas en penumbras. Hoy, el poeta descansa –por su elección– en el cementerio Plainpalais (Ginebra), cerca de donde había tenido su primera experiencia sexual, en aquel prostíbulo. Vaya coincidencia.

Y tantos amores frustrados, y tantos versos, y dos esposas, tan diferentes.
Elsa le había dicho:

-“Georgie, aprovecha tu cuarto de hora; hoy estás en el candelero, pero dentro de dos o tres años nadie se acordará de vos”.

María lo acompañó hasta el final y hoy recorre el mundo, para mantener vigente y hacer crecer la obra del poeta. Y no le debe de ser fácil: no es sencillo tener talento y ser la viuda de un grande, en un país como Argentina, donde tantos quieren apropiarse del alma del Maestro. ¿La amó? Nadie puede saberlo, el corazón del hombre es insondable, aún para sí mismo. “Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. / Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines de Oriente y de Occidente, cuánto Virgilio”, le escribió, entre tantos versos. Es como el ojo del huracán: serenidad y silencio cuando todo se arremolina a su alrededor, dijo de su mujer.

“Y que nadie temiera”, está grabado en la tumba de Jorge Luis Borges, un grande de las letras y un poeta sin compromiso con la vida humana. Sediento, lúdico, incontinente verbal, brillante, desamparado, a veces un niño. En los días anteriores a su muerte, contaba a su esposa de los caramelos “toffie” que le compraba su abuela, hablaban de literatura y estudiaban árabe.

¿Fue un hombre ciego pero con la lucidez a flor de alma, o la luz del conocimiento lo encegueció? “Debo justificar lo que me hiere./ No importa mi ventura o mi desventura. / Soy el poeta”, había escrito.

Quizás sea la mejor sentencia y la única conclusión.

lunes, 26 de octubre de 2009

Khalil Gibran: "Los niños"

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.




Y una mujer que sostenía un niño contra su seno pidió:

Háblanos de los niños.

Y él dijo: Vuestros hijos no son hijos vuestros. Son los

hijos y las hijas de la Vida, deseosa de sí misma. Vienen a

través vuestro, pero no vienen de vosotros. Y, aunque

están con vosotros, no os pertenecen. Podéis darles

vuestro amor, pero no vuestros pensamientos. Porque

ellos tienen sus propios pensamientos. Podéis albergar

sus cuerpos, pero no sus almas. Porque sus almas

habitan en la casa del mañana que vosotros no podéis

visitar, ni siquiera en sueños. Podéis esforzaros en ser

como ellos, pero no busquéis el hacerlos como vosotros.

Porque la vida no retrocede ni se entretiene con el

ayer. Vosotros sois el arco desde el que vuestros hijos,

como flechas vivientes, son impulsados hacia delante.

El Arquero ve el blanco en la senda del infinito y os

doblega con su poder para que su flecha vaya veloz y

lejana. Dejad, alegremente, que la mano del Arquero os

doblegue. Porque, así como Él ama la flecha que vuela,

así ama también el arco, que es estable.