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domingo, 6 de julio de 2008

ODA AL MAESTRO WALT WHITMAN, Pablo Neruda




Yo no recuerdo

A qué edad

Ni dónde,
Si en el gran Sur mojado
O en la costa

Temible, bajo el breve
Grito de las gaviotas,

Toqué una mano y era
La mano de Walt Whitman:
Pisé la tierra
Con los pies desnudos
Anduve sobre el pasto,

Sobre el firme rocío
De Walt Whitman.


Durante

Mi juventud
Toda
Me acompañó esa mano,

Ese rocío,
Su firmeza de fino patriarca,
su extensión de pradera,

Y su misión de paz circulatoria.

Sin Desdeñar
Los dones
De la tierra,
La copiosa
Curva del capitel,
Ni la inicial
Purpúrea de la sabiduría,

Me enseñaste

A ser americano,

Levantaste
Mis ojos
A los libros,
Hacia

El tesoro

De los cereales:
Ancho,
En la claridad

De las llanuras,
Me hiciste ver
El alto
Monte
Tutelar. Del eco
Subterráneo,

Para mí

Recogiste

Todo,
Todo lo que nacía,

Cosechaste
Galopando en la alfalfa,
Cortando para mí las amapolas,
Visitando
Los ríos,
Acudiendo en la tarde
A las cocinas.

Pero no sólo

Tierra
Sacó a la luz
Tu pala;
Desenterraste
Al hombre,
Y el

Esclavo
Humillado
Contigo, balanceando
La negra dignidad de su estatura,

Caminó conquistando
La alegría.
Al fogonero,
Abajo,

En la caldera,
Mandaste
Un canastito
De frutillas,
A todas las esquinas de tu pueblo
Un verso
Tuyo llegó de visita
Y era como un trozo
De cuerpo limpio
El verso que llegaba,

Como
Tu propia barba pescadora

O el solemne camino de tus piernas de acacia.

Pasó entre los soldados
Tu silueta

De bardo, de enfermero,
De cuidador nocturno
Que conoce
El sonido
De la respiración en la agonía

Y espera con la aurora
El silencioso
Regreso

De la vida.


Buen panadero!
Primo hermano mayor
De mis raíces,

Cúpula
De araucaria,
Hace
Ya
Cien
Años
Que sobre el pasto tuyo
Y sus germinaciones,
El viento
Pasa
Sin gastar tus ojos.

Nuevos
Y crueles años en tu patria:
Persecuciones,
Lágrimas,
Prisiones,
Armas envenenadas

Y guerras iracundas,
No han aplastado
La hierba de tu libro,
El manantial vital
De su frescura.
Y, ay!
Los

Que asesinaron
A Lincoln
Ahora
Se acuestan en su cama,
Derribaron

Su sitial
De olorosa madera
Y erigieron un trono

Por desventura y sangre
Salpicado.

Pero

Canta en
Las estaciones
Suburbanas
Tu voz,
En
Los
Desembarcaderos
Vespertinos
Chapotea

Como
Un agua oscura

Tu palabra,
Tu pueblo
Blanco
Y negro,
Pueblo
De pobres,
Pueblo simple

Como

Todos

Los pueblos,

No olvida
Tu campana:
Se congrega cantando

Bajo
La magnitud
De tu espaciosa vida:
Entre los pueblos con tu amor camina
Acariciando

El desarrollo puro
De la fraternidad sobre la tierra.

Pablo Neruda,
Chile


sábado, 5 de julio de 2008

SOBRE UNA TUMBA CÁNDIDA, Delmira Agustini



«Ha muerto..., ha muerto...», dicen tan claro que no entiendo...

¡Verter licor tan suave en vaso tan tremendo!...
Tal vez fue un mal extraño tu mirar por divino,
tu alma por celeste, o tu perfil por fino...

Tal vez fueron tus brazos dos capullos de alas...
¡Eran cielo a tu paso los jardines, las salas,
Y te asomaste al mundo dulce como una muerta!
Acaso tu ventana quedó una noche abierta.

-¡Oh, tentación de alas, una ventana abierta!-
¡Y te sedujo un ángel por la estrella más pura...
Y tus alas abrieron, y cortaron la altura
En un tijeretazo de luz y de candor!

Y en la alcoba que tu alma tapizaba de armiño,
Donde ardían los vasos de rosas de cariño,
La Soledad llamaba en silencio al Horror...


Delmira Agustini,
Uruguay


viernes, 4 de julio de 2008

EL NOMBRE DE LA PATRIA, Óscar Acosta



Mi patria es altísima.
No puedo escribir una letra sin oír
El viento que viene de su nombre.
Su forma irregular la hace más bella
Porque dan deseos de formarla, de hacerla
Como a un niño a quien se enseña a hablar,
A decir palabras tiernas y verdaderas,
A quien se le muestran los peligros del mundo.

Mi patria es altísima.
Por eso digo que su nombre se descompone
En millones de cosas para recordármela.
Lo he oído sonar en los caracoles incesantes.
Venía en los caballos y en los fuegos
Que mis ojos han visto y admirado.
Lo traían las muchachas hermosas en la voz
Y en una guitarra.

Mi patria es altísima.
No puedo imaginármela bajo el mar
O escondiéndose bajo su propia sombra.
Por eso digo que más allá del hombre,
Del amor que nos dan en cucharadas,
De la presencia viva del cadáver,
Está ardiendo el nombre de la patria.

Óscar Acosta,
Honduras


jueves, 3 de julio de 2008

PARA PENAR LOS OLVIDOS, Gilberto Ramírez Santacruz

A Martín Almada

Yo no quiero olvidar las penas,
Yo quiero penar los olvidos.
Yo no quiero cantar condenas,
Sino condenar asesinos.


Yo no quiero soñar la vida,
Yo quiero vivir soñando.
Yo no quiero sembrar herida,

Sino restañarla luchando.

No quiero matar la justicia,

Sino ajusticiar la muerte.
Ni quiero callar la injusticia,
Sino castigar delincuentes.

No quiero hacer un futuro
Donde el pasado se repita;
Porque quiero estar seguro
De que la lucha no termina.


Yo a los héroes no culpo,
Que cayeron por la libertad.
Pero repudio el indulto
Que libera a la crueldad.

Yo no quiero olvidar las penas,
Yo quiero penar los olvidos.
Yo no quiero cantar condenas,

Sino condenar asesinos.

Gilberto Ramírez Santacruz,
Paraguay

miércoles, 2 de julio de 2008

EL ARGENTINO QUE SE HIZO QUERER DE TODOS, Gabriel García Márquez




Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados. A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible. Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de Mantequilla Nápoles. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo. Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también los que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural y, al mismo tiempo, tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer. Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean-Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre peloteros más mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande. Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. Años después, cuando ya éramos viejos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a si mismo en uno de los cuentos mejor acabados -El otro cielo-, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo. Cortázar lo describió así: "Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija. La cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y se rehúsa a dar el paso que lo devolverá a la vigilia." Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera percibido una interpelación semejante. Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En las muchas que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con la que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez. Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elegías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.

Gabriel García Márquez ,
Colombia


martes, 1 de julio de 2008

NADIE SABE CÓMO DEBE SER UN CUENTO, Augusto Monterroso




Si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos. Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos. Pero no tantos: seis en nueve años, ocho en doce. Y así. Los cuentos que uno escribe no pueden ser muchos. Existen tres, cuatro o cinco temas; algunos dicen que siete. Con esos debe trabajarse.


Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. Diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota y nada más odioso que las anécdotas demasiado visibles, escritas o conversadas.


La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.


Augusto Monterroso, Guatemala

lunes, 30 de junio de 2008

NACÍ EN UN PAÍS CUYA HISTORIA FUSTIGA, Rosina Valcárcel



a Timoteo Atoche


Nací en un país cuya historia fustiga

Entre sueños de pólvora y libertad

Cien cerros amontonados de muertos

Andinos, mestizos, amazónicos

Pálidos, afrodescendientes

Los claros ojos indefensos

Los bellos cuerpos firmes

Aplastados como animales

En las cárceles sin luz

¿Lurigancho y El Frontón?

¿Junio e invierno?

La lúgubre capital escupida

Nuestro corazón deshecho

Un inmenso río con olor de retamas

Cubiertas de sangre y fuego

Un yaraví a lo lejos

Dos danzantes de tijeras

Una canción popular

Piedra y acero

La hoz y el martillo

Y esta carta diminuta ardiendo.




Rosina Valcárcel,

Perú