Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.
"Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de www.mesterdeobreria.blogspot.com
Es este
un texto —que constituye parte del primer capítulo del libro que tenemos en
preparación sobre la Teoría del Reflejo
del Marxismo en el campo de la literatura y el arte— en el que esbozamos un
adelanto de lo que se encuentra sugerido en la obra de José Carlos Mariátegui
sobre el tema aludido de la teoría del reflejo. Teoría que se ubica frente a la
cuestión básica de saber si hay o no dependencia de la literatura y el arte respecto
del mundo objetivo: naturaleza-sociedad. Y se sabe que las opciones
explicativas responden solo de dos maneras: afirmativa o negativa. Y, pues, la
estética del marxismo —que funda sus conceptos en la filosofía del materialismo
dialéctico— asume la respuesta afirmativa, contra la opción formalista que
—sobre la base de la filosofía idealista— opta por la contraria. Y, en la
confrontación de ambas posiciones, el reflejo ha sido, siempre, la manzana de
la discordia. Y esto es así porque —como dice J. C. Mariátegui— «En el mundo
contemporáneo coexisten dos almas, las de la revolución y la decadencia.»
(1959: 18). Y no coexisten pacíficamente. Una lucha a muerte signa su estado en
todos los ámbitos de la compleja red social.
Contra
lo que suelen suponer quienes quieren hacer de Mariátegui un pensador marxista
heterodoxo, nosotros
postulamos lo contrario. Y dentro de su ortodoxia se tiene que detectar —en la
amplitud de su obra— el empleo del concepto de reflejo, aunque no como
definición explícita (porque esa no fue acción inmediata de su preocupación). Dos
ejemplos palmarios, uno: «La decadencia de la civilización capitalista se refleja en la atomización, en la
disolución de su arte.» (Op. cit.: 19). Y otro: «Es frecuente la presencia de
reflejos de la decadencia en el arte de vanguardia, hasta cuando, superando el
subjetivismo, que a veces lo enferma, se propone metas realmente
revolucionarias.» (21). Y hacemos esta incisión en lo dicho por
JCM, sin pretender la exhaustividad, puesto que hay quienes —para admitir que
se atribuya a los maestros determinados usos terminológicos— exigen que los
conceptos figuren en sus obras de forma categórica, explícita y apodíctica.
Ciertamente, suele ocurrir que otros, ante esa ausencia de lo definitivo,
buscan pescar en mar revuelta. Pero no siempre es así. Veamos algunos casos en
relación con el Amauta.
De
manera aceptable, Alberto Tauro, en el «Prólogo» a El artista y la época, dice que Mariátegui: «Claramente sugiere la
definición de la obra artística como fruto de una tradición y una realidad, o
como entidad que logra sus relieves al calor de una coyuntura histórica. E
induce a reconocer como vanos cuantos esfuerzos se apliquen a evitar toda
proyección temporal en el arte, y a suponer que sus expresiones pueden tener
origen en una pura combinación de formas o palabras. Todo artista es hijo de su
tiempo; es el intérprete de inquietudes y expectativas que la vida le impone; y
aun la soledad que intente forjarse, o su ensimismamiento, constituyen
testimonios de sus conflictos personales.» (1959: 7). Y al precisar Tauro —tal
vez sin proponérselo— que cuando JCM se refiere a «la obra artística como fruto
de una tradición y una realidad, o como entidad que logra sus relieves al calor
de una coyuntura histórica», está haciendo una clara alusión al proceso como se
desarrolla la teoría del reflejo, pues para esta el artista no puede extraer de
otro sitio, que no sea de la realidad reflejada en su conciencia, los
materiales con los que construye su obra.[1]
Hasta aquello que cree estar inventando, convencido por él mismo de que no lo
ha tomado de la realidad, no es otra cosa que ‘testimonio de sus conflictos
personales’, pues estos se dan con la realidad, no con la divinidad (porque
hasta la divinidad está en la realidad). Y aquel que piensa que no es así, está
actuando como la paloma de la parábola kantiana que le echaba la culpa al aire
de no poder volar con libertad, y creía que sin el aire su vuelo sería mejor.
En el
mismo «Prólogo», Tauro cita, de la p. 122, la clasificación que hace JCM de la
poesía contemporánea «en tres líneas, tres especies, tres estirpes»: «épica
revolucionaria, disparate absoluto, lirismo puro» (p. 8).[2]
Y la idea de JCM concluye así: «Todo lo que significa algo en la poesía actual
es clasificable dentro de una de estas tres categorías que superan todos los
límites de escuela y estilo.» En esta conclusión está planteada la
diferenciación que JCM siempre trata de establecer entre la teoría literaria,
por un lado (con una serie de principios estéticos de permanencia
insoslayable), y el trabajo poético, por otro (que puede –este último–
pertenecer a una escuela o responder a un estilo, los cuales pueden cambiar y
hasta fenecer, y serán estudiados por la crítica y la historia literarias). Es
decir, que la teoría literaria puede —y hasta debe— trazar líneas de fuerza, generales, tendencias que orientan y explican la
creación de los poetas, pero que no corren la misma suerte de los ‘límites de
escuela o estilo’ que le sean afines, porque estos límites le toca
establecerlos a la crítica (o a la historia literaria), pero no definen a las
tendencias o líneas de fuerza, que
pueden ser dos o tres, pero nunca una, ni más de tres, y que son definidas por
la teoría literaria.[3]
Y, en ese
sentido, se debe advertir que JCM, antes de la cita hecha por Tauro, ha
precisado sentir desconfianza respecto de ese tipo de «triparticiones», y,
refiriéndose a un trinomio planteado por Guillermo de Torre en relación con la
literatura italiana (Pirandello, Papini, Soffici), dice: «No me siento muy
lejos de la opinión de Torre sobre este trinomio, aunque desconfíe un poco de
estas triadas o triángulos en que la crítica gusta a veces de concretar una
época.» (1959:118). Se debe entender de este último aserto que JCM, entonces,
preferiría reducir su triada o tripartición, a una dicotomía o bipartición. Y
esto se explica porque la tripartición planteada por el Amauta: «épica
revolucionaria, disparate absoluto, lirismo puro», oscila entre dos extremos,
lo épico y lo lírico, lo objetivo y lo subjetivo, y entre ambos ubica a la
iconoclastia[4]: el
disparate puro. Y —cabe preguntarse— ¿por qué JCM rompe una lanza a favor del
«disparate puro»? Y una explicación puede ser esta: No se olvide que, por esa
época, en Amauta se han publicado los antisonetos o «disparates puros» de
Martín Adán. Y en la nota epilogal que escribe JCM, se lee lo siguiente:
El
alejandrino es un metro decadente. Si nuestro amigo [Martín Adán], ha dejado
vivo aún el soneto endecasílabo, la nueva poesía debe mantenerse alerta. Hay
que rematar la empresa de instalar al disparate
puro en las hormas de la poesía clásica. (Amauta N° 17, p. 76).
Se nota
—con toda claridad— que JCM quiere inducir a la nueva poesía peruana a que
asalte la Bastilla de la poesía clásica, instalando dentro de ella la herejía
de un nuevo lenguaje. Martín Adán está usando la forma del soneto clásico con
un lenguaje desenfadado y, si se quiere, antipoético; por eso JCM lo califica
de antisoneto. Es la escaramuza de un poeta puro. Su actitud es rescatable. Por
eso da el alerta: las dos vertientes (la épica revolucionaria y el lirismo
puro) la pueden hacer suya. Para él es urgente acabar con la decadencia
clásica, que alimenta a la decadencia moderna: y es de esta que hay que cuidarse
y liberarse. Porque si se lleva esa tripartición a la confrontación clasista,
se encontrará la objetividad proletaria frente a la subjetividad burguesa, y
entre ambos polos la ‘pequeña burguesía puramente iconoclasta y disolvente’, es
decir aquella pequeña burguesía que está más cercana a la ideología burguesa.
Por tanto, se nota con claridad que solo se trata de dos contrarios: la épica
revolucionaria (ideología proletaria) y el lirismo puro (ideología burguesa),
porque este último suele caer en el «disparate absoluto».[5]
Se nota, pues, que JCM insinúa lo siguiente: que si de la tendencia contraria
surge un impulso destructor de lo viejo (a pesar de su espíritu «iconoclasta y
disolvente»), hay que rescatar su aspecto positivo, porque —al decir de Lenin—
«… los monstruosos hechos relativos a la monstruosa dominación de la oligarquía
financiera son tan evidentes, que en todos los países capitalistas ha surgido
toda una literatura, escrita desde el punto de vista burgués, pero, no
obstante, ofrece una imagen exacta y una crítica —pequeñoburguesa, por
supuesto— de esta oligarquía.» Y JCM, con sentido harto cercano a Lenin, dice:
«Los intelectuales españoles denunciaron la incapacidad del régimen viejo y la
corrupción de los partidos turnantes. Y propugnaron un régimen nuevo. Su
actividad, voluntariamente o no, fue una actividad revolucionaria.» (1959-a:
120-121).
Pero
volviendo a la diferenciación, aludida arriba, entre teoría y práctica
literarias, JCM dice: «El arte es sustancial y eternamente heterodoxo. Y, en su
historia, la herejía de hoy es casi seguramente el dogma de mañana» (1959: 64).
Y no debe perderse de vista que en esa proposición se está refiriendo al arte
como práctica, a la producción artística, porque los artistas en el momento de
la producción o «creación» asumen la actitud más extrema de libertad, salvo en
los casos de academicismo o de orden clásico, en que suele imperar el dogma
estético; no obstante —lo sentencia JCM—, esa heterodoxia vanguardista, con los
años, suele devenir ortodoxia retaguardista, o sea que también se convierte en
dogma; pero todo ello en relación con las técnicas y los estilos; sin que eso
ocurra con las bases teóricas, que pueden ser transgredidas, mas no perimidas;
enriquecidas, no destruidas. Por eso JCM pone como ejemplo un planteamiento
teórico del dadaísmo que —dice JCM— siente el arte «como una elaboración
desinteresada, emanada de una conciencia superior del individuo, extraña a las
cristalizaciones pasionales y a la experiencia vulgar.» (p. 65). Y, de inmediato,
agrega: «Esto aparecerá muy grave, muy serio y muy filosófico. Pero es que esto
pertenece a la teorización del dadaísmo; no a su ejercicio [no a su práctica].
El arte dadaísta es fundamentalmente humorista. Y es, al mismo tiempo,
agudamente escéptico. Su escepticismo y su humorismo son dos de sus componentes
sustantivos.» (Ibíd. Corchetes nuestros). Entonces, se tiene que concluir que
aquella idealización teórica, que es su explicación de base, que lo aísla de la
vulgaridad de lo cotidiano, del día a día social y económico y político de la
inmensa mayoría, y que, en definitiva, entronca al arte dadaísta con la
tendencia formalista, sigue incólume. Teoría y práctica artísticas, pues, no
son manifestación de causa/efecto. La teoría sienta la base principista
(ortodoxia) y la práctica hace su adecuación (que puede ser heterodoxa).
Por eso
consideramos que no es tan acertada la opinión de Alberto Tauro cuando toma la
frase: «El arte es sustancial y eternamente heterodoxo», para aplicársela al
mismo JCM, y dice de él que «es un heterodoxo en materia artística, pues no
considera operante la exclusiva adopción de las pautas de una escuela, ni
acepta la validez permanente de ningún dogma estético», debemos corregir tal
apreciación. Esto es aplicable a la «materia artística», pero no a la «doctrina
estética», en la que hay principios (o dogmas, en algunos casos) que aun cuando
puedan ser enriquecidos y, en apariencia, modificados, conservan su
preponderancia como fundamentos filosóficos, de base: de raíz, no de flor.[6]
Y ese
es el caso de la asunción, por parte de JCM, de la teoría del reflejo o de la
defensa del realismo (y del marxismo). Cuando JCM critica duramente al
“realismo”, siempre se cuida de especificar que lo hace respecto del realismo
del siglo XIX, y alude a un nuevo
realismo, operante en el siglo XX —que aun perdura en el XXI— y que supera
a aquel, incorporando aquellos elementos que —equivocadamente— se había dejado
arrebatar por el arte formalista (como la fantasía, la imaginación, la magia,
la innovación técnica, etc.). Caso similar manifestó Marx en relación con la
filosofía idealista a la que el materialismo mecanicista le cedió terreno en el
manejo de la subjetividad.[7]
Pero, en ambos casos, no dieron por clausurado el concepto de realismo o de materialismo,
respectivamente. De tal suerte, pues, que JCM es un ortodoxo en estética (la estética marxista) que es el terreno
en el que se mueve. Se diría de él que fuera un heterodoxo en arte, si actuase
como artista y se analizara su obra artística. Y el hecho de que él (como
estudioso de la literatura y el arte) reconozca los valores de artistas que no
pertenecen a su concepción estética, y que él los califique de heterodoxos
(como hemos visto lo hace con los dadaístas) no puede llevar a confundir los términos
y aplicarle a él la calificación de heterodoxo. El mismo JCM aclara el asunto
de la siguiente manera:
El tema
que anteriormente enfocaba era el del realismo en la nueva literatura rusa.
¿Podrá pensarse que abandono demasiado arbitrariamente la línea de esta
meditación, porque paso ahora a discurrir sobre Nadja de André Bretón? Es posible. Pero yo no me sentiré nunca
lejano del nuevo realismo, en
compañía de los suprarrealistas (…) Proponiendo a la literatura los caminos de
la imaginación y del sueño, los suprarrealistas no la invitan verdaderamente
sino al descubrimiento, a la re-creación de la realidad. (1959: 178. Negrita
del original, cursiva nuestra).
Es más,
no se puede convertir en heterodoxo a alguien que, en todo momento, reclama ser
un ortodoxo: «Los métodos que propugnamos —dice— son los del socialismo revolucionario ortodoxo». (Cit. por Miguel
Gutiérrez, 2011: 130). Y en otro escrito agrega: «La
revolución pura, la revolución en sí (…) no existe para la historia, y no
existe tampoco para la poesía (…) No existe la revolución pura, como cosa
histórica ni como tema poético.» (1958: 306). Sirva esta cita para ilustrar lo
dicho supra: que Mariátegui no acepta la concepción estética de la burguesía,
relativa a la pureza del arte; no obstante, respeta su adopción en poetas como
Adán o Eguren. Y del mismo modo la está aceptando en el caso de Alberto
Hidalgo, y como este —no obstante su lirismo puro— ha escrito un poema a Lenin[8],
el heterodoxo es Hidalgo, no JCM; él lo único que hace es filiarlos,
reconociendo que en cada caso ‘es la voz de un verdadero poeta’.
Este
tema de la «heterodoxia de Mariátegui» se esgrime cada cierto tiempo cuando, y
por quienes, quieren buscar una autoridad que respalde su propia defección, su
vergonzante abandono de la ortodoxia. Pero ya es tiempo de decirles que se
busquen otros “espaldarazos” o padrinazgos, porque de JCM siempre se verán
enrostrados con estas palabras:
Soy
revolucionario. Pero creo que entre hombres de pensamiento neto y posición
definida es fácil entenderse y apreciarse, aun combatiéndose. Sobre todo
combatiéndose. Con el sector político con el que no me entenderé nunca es el
otro, el del reformismo mediocre, el del socialismo domesticado, el de la
democracia farisea. Además, si la revolución exige violencia, autoridad,
disciplina, estoy por la violencia, por la autoridad, por la disciplina. Las
acepto en bloque, con todos sus horrores, sin reservas cobardes. (Carta a
Samuel Glusberg, contratapa de SO, 1959-a).
Otro
autor, Augusto Tamayo Vargas, en el “Prólogo” a Signos y obras, dice de JCM que plantea: «dos manifestaciones de la
actividad literaria contemporánea: una decadente y sensual; y la otra
activista, con una obligación moral y de meditación ante el drama planteado
—otra vez: ser o no ser— en la sociedad actual. Pero es sorprendente cómo esa
especie de clasificación no le pone una venda en los ojos para saber encontrar
la calidad literaria o la verdadera capacidad creadora, al lado de la
concepción del mundo que tengan unos u otros escritores y artistas» (p. 9).
Equilibrio crítico y ecuanimidad de juicio, relevados por tirios y troyanos.
Pero lo que llama la atención es que, a pie juntillas, Tamayo escriba que JCM
«perdona su monarquismo fascistizante a Charles Maurras —sólo en ese instante—
porque ha escrito un buen libro…» (Ibíd.) Pero si se lee el texto de JCM
aludido por Tamayo, se verá que no hay tal «perdón», leamos:
El
autor de Los Amantes de Venecia es
el mismo Charles Maurras que dirige L'Action
Française, el mismo escritor mancomunado con el insoportable chauvinista
León Daudet en la literaria empresa de predicar a los franceses la vuelta a la
monarquía. Es, por ende, un tipo a quien habitualmente detesto. Pero esta vez
me resulta simpático. Su libro es agradable. Tan agradable que, leyéndole, se
olvida uno del editorialista de la absurda L'Action
Française. (1959-a: 69. Negrita del original).
Y, en
efecto, JCM releva la bondad del libro cuya lectura hace que ‘uno se olvide’
del fascista que lo ha escrito; pero esa sola lectura y ese momentáneo olvido
no implica «perdón» de lo absurdo de su ideología. Y es algo que dice de otros
autores similares; por ejemplo, de Henry de Montherlant dice que es «Apologista
del deporte y del torneo, deportista y toreador, [pero] toda su fuerza, todo su
arte, no lo libran de la clasificación de decadente.» Es decir, para JCM el
artista tiene que ser evaluado no solo por la bondad de su obra (que sería como
juzgar al pianista por el largo de sus cabellos), sino por su visión del mundo,
por la proyección de su pensamiento a la contienda social, porque el artista
—como suele decir JCM— no está au-dessus
de la mêlée (por encima de la contienda). Así como ya hemos visto antes (en
carta a Samuel Glusberg) que «entre hombres de pensamiento neto y posición
definida es fácil entenderse y apreciarse, aun
combatiéndose. Sobre todo
combatiéndose», este juicio vuelve a plantearlo —con diferente
formulación—: «Voces que vienen de diferentes puntos del espíritu se
encuentran, sin buscarse, sin llamarse, combatiéndose, contrastándose.» Es
decir, la ortodoxia dialéctica de JCM es incontestable. Sin embargo, es
pertinente confirmarlo. Y así, en el mismo párrafo citado sobre Montherlant,
dice de él que «… profesa un hedonismo y un egotismo absolutos» [prácticamente
nos dice que es su antípoda], pero vuelve a resaltar su cualidad de artista:
«Su actitud —dice— puede valer para el artista de talento» [porque es], «capaz
de sacar partido de las más extremas aserciones» [recordemos lo que decía del
heterodoxo dadaísta, que es un artista verdadero; actitud que de ocurrir] «en
el hombre vulgar, en el hombre mediocre, sería insoportable y ridícula.»
JCM,
repetimos, tiene como guía el método dialéctico materialista. Por ende, no cae
en la actitud soberbia de despreciar al elemento contradictor por sus
limitaciones, más bien tiene la grandeza de reconocer sus virtudes. Todo ello
contrastado «con el hecho fundamental, la lucha de clases.» (1969: 23). Algo
similar se da cuando trata de la novelista Sigrid Undset[9]:
«Alguno de sus críticos —dice— la estima como la más notable intérprete del
alma femenina. Pero esto no es exacto sino a condición de que se defina y
precise los límites históricos, temporales, de la interpretación. Sigrid Undset
es una novelista de la pequeña burguesía. Sus diez años de empleada de
comercio, gravitan potentemente en su trabajo artístico.» (1959-a: 145). No es,
pues, que JCM haga concesiones en cuestión de principios o que esté chalaneado
con ellos (como decía Marx que no debía hacerse).
Pongamos
otro ejemplo. En el artículo en que releva la calidad del pensamiento y la
escritura de don Miguel de Unamuno (ante lo cual no cabe ninguna mezquindad),
hace una rectificación a lo dicho por el maestro de Salamanca respecto de un
supuesto «materialismo cuadriculado» de Marx, de quien dice «que creía que las
cosas hacen a los hombres», señalando que ‘las doctrinas de Marx’ lo
contradicen, pues dice Unamuno que ellas «han producido cosas. Entre otras, la
actual Revolución rusa» (1959-a: 118). Y sobre el particular todo marxista sabe
que Marx jamás «creyó» que las cosas hacen a los hombres. Y eso, por supuesto,
también lo sabe JCM, y en tal sentido dice: «La vehemencia política lleva aquí
a Unamuno a una aserción arbitraria y excesiva. No; no es cierto que Karl Marx
creyese que las cosas hacen a los hombres. Unamuno conoce mal el marxismo.» Y,
en efecto, así lo hemos visto supra, al citar la Tesis primera sobre Feuerbach.
Y toda la obra de Marx es una requisitoria en contra de ese infundio rastrero,
que es sostenido solo por los enemigos del marxismo. Y no es de extrañar que
Unamuno lo fuera. Por eso es que JCM se apresura a decir que «urge contestarlo
y rebatirlo». Sin embargo, parte del supuesto de que Unamuno conoce a Marx a
través de sus discípulos menos confiables, y a pesar de que reclama que «A Marx
hace falta estudiarlo en Marx mismo», él (JCM) no hace una cita directa de
Marx, y ni siquiera una paráfrasis, sino que recurre a la opinión de tres
autores no marxistas: Georges Sorel, Benedetto Croce y Adriano Tilgher,
incurriendo en un error más lioso que el que critica, pues a resultas de su
reconvención a los discípulos de no ser fieles al maestro, él recurre a la
opinión de los «no discípulos», de los «no marxistas», y estos llevan el tema a
la vía del individualismo (Sorel), al problema de la moral y la idealidad
(Croce), y al impulso del «deber ser» (Tilgher), todo lo cual —aunque en el
fondo pueda tener alguna coincidencia con los postulados más generales del
marxismo— lleva más agua para su molino que para el del propio marxismo. Sin
embargo, esta contradicción dada en la práctica periodística del Amauta (esto
no debe perderse de vista) no constituye una recusación para invalidar de plano
su ortodoxia, que hasta aquí hemos relevado, y hemos de seguir sustentando en
lo sucesivo. Tal es el caso de la siguiente cita del mismo SO:
He
apuntado comentando Los Artamonov,
de Máximo Gorki, que solo el arte
socialista o proletario podía ser verdaderamente realista (…) El realismo
burgués o pequeñoburgués, no se ha desprendido nunca de una mitología, de una
idealización, cuyo mecanismo secreto se le escapaba. Era un realismo a medias.
El espíritu marxista exige que la base de toda concepción esté formada por
hechos, por cosas. (p. 111. Cursiva nuestra).
La
siguiente expresión de la cita precedente: «El espíritu marxista exige que la
base de toda concepción esté formada por hechos, por cosas», debió ponerla JCM
en su reconvención a Unamuno; porque decir que «las cosas hacen a los hombres»,
es distinto a decir que la conciencia refleja a las cosas. Como diría Marx:
«Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase».[10]
Es más, ese juicio de JCM deja ver su nexo directo con la teoría del reflejo. Y
es un juicio que se va a repetir en otras varias manifestaciones que reclaman
esa interpretación. Pero antes de continuar con esa alegación, es pertinente
precisar que, en la cita precedente, la frase en cursiva («solo el arte
socialista o proletario podía ser verdaderamente realista») no aparece así,
textualmente, en el artículo sobre Los
Artamonov. Lo más cercano con lo que se puede relacionar es lo siguiente:
Gorki
desmiente con esta novela que haya muerto el realismo. ¿No tendrá razón René
Arcos cuando nos dice que el realismo está ahora naciendo? Ciertamente, la
tiene. La literatura de la burguesía no podía ser realista, del mismo modo que
no ha podido serlo la política, la filosofía. (La primera teoría y práctica de
realpolitik es el marxismo). La burguesía no ha logrado nunca liberarse de
resabios románticos ni de modelos clásicos. El superrealismo es una etapa de
preparación para el realismo verdadero. Llamémosle, más bien, adoptando el
término de René Arcos, infrarrealismo. Había que soltar la fantasía, libertar
la ficción de todas sus viejas amarras, para descubrir la realidad. (1959-a:
85-86).
O, en
todo caso, esta otra: “El verdadero realismo llega con la revolución
proletaria”, que aparece en «Elogio de “El cemento” y del realismo proletario
I» (El alma matinal, 1970: 166),
donde hay una idea casi textual de lo dicho en la cita precedente:
La
burguesía, que en la historia, en la filosofía, en la política, se había negado
a ser realista, aferrada a su costumbre y a su principio de idealizar o
disfrazar sus móviles, no podía ser realista en la literatura. El verdadero
realismo llega con la revolución proletaria, cuando en el lenguaje de la
crítica literaria, el término “realismo” y la categoría artística que designa,
están tan desacreditados, que se siente la perentoria necesidad de oponerle los
términos de “suprarrealismo”, “infrarrealismo”, etc. (Ibíd.)
De lo
dicho ahí por JCM se desprende que —por conveniencia— dado el descrédito del
término «realismo», este se ha permutado por el de «suprarrealismo» (que fue el
que se impuso, no así el de «infrarrealismo»). Pero, finalmente, el nuevo realismo, impulsado —entre otros—
por JCM, retomó sus fueros.[11]
Algo similar se da con la teoría del reflejo. Por eso es que JCM tampoco llegó
a elaborar una sustentación específica del reflejo. Pero, a través de sus
incisiones sobre el realismo o nuevo realismo, va filtrando algunas precisiones
sobre aquel. Por ejemplo, al comentar la novela Manhattan transfer dice
que «además de corresponder a un período de maduración del arte y espíritu de
John Dos Passos, refleja a Nueva
York, la urbe gigante y cosmopolita, la más monumental creación norteamericana.
Es un documento de la vida yanqui de mérito análogo quizá al de El Cemento de Gladkov como documento de
la vida rusa.» (1959-a: 152. Negrita del original, cursiva nuestra).
Para
terminar esta digresión en torno al Amauta, repetiremos aquí la siguiente cita
suya: «A Marx hace falta estudiarlo en Marx mismo», y lo hacemos porque una propuesta
similar la plantea el filósofo peruano David Sobrevilla, quien sostiene que se
debe leer a JCM de la manera más ceñida a sus textos «a fin de dejar que ellos
hablen por sí mismos»; sin embargo, debemos también hacer una rectificación a
la idea que sigue a esta cita, y dice: «sin imponerles desde fuera etiquetas
que hagan del Amauta un adherente del “materialismo dialéctico”, una expresión
que jamás se encuentra en sus textos». (2012: 18). Pues bien, en atención a su
primer reclamo, citaremos un texto del Amauta que rectifica lo aseverado por
este autor. JCM escribe en su libro Defensa
del marxismo lo siguiente:
El
materialismo histórico reconoce en su origen tres fuentes: la filosofía clásica alemana, la economía política inglesa y el
socialismo francés. Este es, precisamente, el concepto de Lenin. Conforme a
él, Kant y Hegel anteceden y originan a Marx primero y a Lenin después
—añadimos nosotros— de la misma manera que el capitalismo antecede y origina al
socialismo. A la atención que representantes tan conspicuos de la filosofía
idealista, como los italianos Croce y Gentile, han dedicado al fondo filosófico
del pensamiento de Marx, no es ajena, ciertamente, esta filiación evidente del
materialismo histórico. La dialéctica trascendental de Kant preludia, en la
historia del pensamiento moderno, la dialéctica
marxista. (1964: 35. Cursiva nuestra).
Y
es obvio que si JCM dice conocer el trabajo de Lenin: Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo: la filosofía
clásica alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés, no podía
él ignorar que en ese libro Lenin habla de materialismo
dialéctico, máxime si al final de la cita reconoce la categoría dialéctica
marxista que, filosóficamente, no puede ser sino dialéctica materialista,
y, aseverando esto en una obra titulada Defensa
del marxismo, no se puede hacer otra cosa que reconocer que JCM era
adherente del materialismo dialéctico y que lo aceptaba sin necesidad de
«proclamarlo», porque —repetimos— si él sugiere haber leído la citada obra de
Lenin tenía que estar de acuerdo con lo por este sostenido ahí (de lo contrario
hubiera hecho el deslinde). Dice Lenin:
Marx no
se detuvo en el materialismo del siglo XVIII, sino que desarrolló la filosofía
llevándola a un nivel superior. La enriqueció con los logros de la filosofía
clásica alemana, en especial con el sistema de Hegel, el que a su vez había
conducido al materialismo de Feuerbach. El principal de estos logros es la
dialéctica (…) Los novísimos descubrimientos de las ciencias naturales (…) son
una admirable confirmación del materialismo
dialéctico de Marx…
¿Qué
quería Soldevilla: que JCM usara explícitamente —y “junta”— la expresión
“materialismo dialéctico” para admitir que estaba de acuerdo con ella? Y, como
no lo hizo así —es decir, como Soldevilla quiere—, entonces, llega a la
conclusión de que atribuirle una sujeción de principio a esa doctrina
filosófica, significará una «manipulación» de su pensamiento, será ‘estarle
imponiendo una etiqueta que lo haga adherente del materialismo dialéctico’,
porque es «una expresión que jamás se encuentra en sus textos». Algo similar
veremos en relación con el reflejo, cuyo uso dentro de la estética se pretende
descalificar pues se dice que no fue usado así, en ese sentido, por Marx. Pero
posturas como la de Soldevilla ya JCM las había denunciado en su Defensa del marxismo, al referirse a
«Los revisionistas (…) que (…) desosan al marxismo, con miedo de que aparezca
en retraso respecto de actitudes filosóficas de impulso claramente
reaccionario, no intentan otra cosa que una rectificación apóstata, con la que
el socialismo, con un frívolo prurito de adaptarse a la moda, atenuaría sus
premisas materialistas hasta hacerlas aceptables a espiritistas y teólogos.»
(1964: 85). Es más, el propio Marx desarma ese argumento de que todo debe estar
expresamente escrito por un autor para que sea admitido como propio de su
concepción total; dice:
El
infeliz no ve que incluso si en mi libro no hubiera ningún capítulo acerca del
“valor”, el análisis de las condiciones reales que yo hago contendría la prueba
y la demostración de relaciones reales de valor. («Carta a Kugelmann», en:
1973-2: 442).
No
sorprende, pues, que, en los últimos tiempos, y en nombre de esa «pureza y
exactitud de las citas», también haya sido frecuente constatar las concesiones
hechas por los ideólogos burgueses a determinados planteamientos del marxismo
que antes les eran adversos.[12]
Se puede ver, por ejemplo, que reputan como inobjetable la relación existente
entre el arte y la realidad, como asimismo la acción que ejerce el arte sobre
la sociedad. Esta es una aserción que el marxismo hizo suya sin adjudicarse su
paternidad o monopolio. Pero lo propio del marxismo fue la conclusión que de
esa tesis dedujo. Es decir, el carácter de clase que impregna a la obra de arte
dentro de ese proceso de interacción obra/sociedad. Algo similar ocurre con la
teoría de la lucha de clases. Que fue planteada antes que Marx por los teóricos
burgueses. Marx dice al respecto:
Por lo
que a mí se refiere, no me caben ni el mérito de haber descubierto la
existencia de las clases en la sociedad moderna, ni el de haber descubierto la
lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían
expuesto el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas
burgueses la anatomía económica de las clases. Lo que yo aporté de nuevo fue
demostrar: 1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas
fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases
conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma
dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las
clases y hacia una sociedad sin clases. («Carta a Weydemeyer», en: 1973-1:
542).
O sea
que la diferencia sustancial del marxismo respecto de estas y otras
teorizaciones o conceptualizaciones es la orientación proletaria que la
sustenta. Por eso, el simple hecho de aceptar ciertos postulados del
materialismo histórico no basta para considerarse marxista. El revisionismo y
el oportunismo (los terceristas o conciliadores que mencionábamos arriba y cuya
esencia pequeñoburguesa fuera desenmascarada oportunamente por Lenin) siempre
se han escondido baja la apariencia de «marxistas» para contrabandear sus
verdaderas concepciones reaccionarias.
Una
situación similar se da en el terreno del arte y la literatura. Leemos, por
ejemplo, en el prólogo a una antología de cuentos una alusión a lo que se suele
achacar a los marxistas: que «La mayor parte de esas obras parece haber nacido bajo
la idea de que en el arte de narrar importa más lo contado que la manera de
contarlo». Se debe convenir que se está planteando un problema crucial del arte
y de la estética; porque no es solo una postura de práctica artística; es obvio
que tiene su contrapartida en aquella que preconiza lo contrario: ‘que en el
arte de narrar importa más la manera de contarlo, que lo contado’. Entonces,
nosotros creemos que plantear el problema de cualquiera de esas dos maneras
—excluyente una de otra— obedece a una actitud maniquea, si no metafísica, pues
parte de una posición unilateral y segregacionista. Nosotros —sin pretender
pasar por conciliadores o eclécticos— consideramos que en ambas opciones están
presentes los aspectos contrarios recusados mutuamente. Tomemos la propuesta
enunciada en el prólogo arriba aludido. No por privilegiar ahí lo contado se
puede achacar como corolario que se está prescindiendo o estimando como
prescindible la manera de contarlo. Aunque, ciertamente, en el supuesto de
darse ese caso, se podría estar oscilando entre una impericia artística o una
convicción estética. La primera no tiene excusa. La segunda, si no se basa en
una convincente adecuación formal, tampoco. Entonces, no es que, contrariamente
—como se desprende de la cita—, ‘en el arte de narrar importe más la manera de
contar’. No es este un problema que se dirima en forma generalizada o
polarizada. Es un problema de concepción estética (y no de los menos
importantes). No creemos que exista un escritor que merezca serlo y que prescinda
de lo contado (excepción hecha quizá —y negada— del nouveau roman).[13]
Y, a no ser que se trate de un galimatías, su trabajo siempre dirá algo. Esto
lo reconoce hasta un «purista» a ultranza como Paul Valéry, dice: «No hay
discurso tan extraño ni decir tan extravagante ni palabra tan incoherente que
no podamos darle un sentido. Siempre hay una suposición que da un sentido al
lenguaje más extraño.» (1965: 299). Empero, la poética y la estética
formalistas han impuesto el criterio de la inanidad del «sentido» o del
contenido en poesía. Es el caso de la fórmula «poesía no dice nada» de Martín
Adán.
Como
contrapartida, la poética clasista o realista, reclama lo contrario. El «quiero
decir muchísimo» de Vallejo, que concluye en el categórico «me atollo», podría
ser su lema, pues da a entender que la postura realista no desdeña la factura
artística. Ella, en todo caso, busca el equilibrio entre «lo que se dice» y «el
cómo se dice». Si bien es cierto hay posiciones naturalistas o populistas que,
a ultranza, reclaman la exclusividad de «lo contado», del «qué se dice», hay
que exigir a sus sostenedores que precisen los criterios y fundamentos o
principios en que se basan. Y se verá que no tienen nada que ver con la poética
y la estética nuestras, realistas o clasistas, a las que no se puede cargar en
su debe los actos fallidos de aquellas.
Solo el
revisionismo, el reformismo, el oportunismo —y toda suerte de desviacionismos
de la corriente marxista-leninista— se han caracterizado por ser la negación en
la práctica de los principios «afirmados» en la teoría. A todos ellos —en el
terreno filosófico— Engels los describió y definió como «materialistas
vergonzantes» porque aceptaban «el materialismo por debajo de cuerda» y
renegaban «de él públicamente». Y ese subterfugio tiene sus variantes. Acordes
con las circunstancias y coyunturas, como las veletas que someten su giro y su
posición según como les sopla el viento. Y no es raro escuchar de labios de
supuestos o autoproclamados marxista-leninistas que, por ejemplo, «muchos
principios del marxismo ya han caducado»[14].
El adverbio de cantidad «muchos» denota, ciertamente, más de uno (de dos y
hasta de tres). Y, así, lo que la cita enuncia —realmente— es la caducidad del
marxismo. Los principios de este no son más de tres, relativos a sus partes
integrantes: la filosofía, la economía y el socialismo. Estos principios, pues,
jamás han caducado. Y mientras sigan mostrando su eficacia como un todo
orgánico que es guía para la acción, no caducarán. Ahora, el hecho de que la
aplicación de esos principios al análisis de problemas concretos arrojen
conclusiones evidentemente no eternas (como no lo eran los acontecimientos que
las originaron) y que, por lo tanto, esas conclusiones lleguen al punto límite
del desuso o del envejecimiento, lo que demuestra es la caducidad del efecto y
hasta de la causa pero no del método ni, mucho menos, del principio. De ahí que
Lenin dijera: «Los revisionistas son los únicos que han adquirido un triste
renombre por haber abjurado de las concepciones fundamentales (principios) del
marxismo y por haberse mostrado timoratos o incapaces para, en forma franca,
directa, decidida y clara, “liquidar cuentas” con los puntos de vista
abandonados». Y agrega Lenin: «Cuando los ortodoxos han tenido que manifestarse
contra ciertas concepciones envejecidas de Marx (como, por ejemplo, Mehring
respecto a ciertas tesis históricas), lo han hecho siempre con tanta precisión
y de forma tan detallada, que nadie ha encontrado jamás en sus trabajos la
menor ambigüedad». (Lenin, 1974: 6-7).Y cada principio no se manifiesta solo en
relación con los fenómenos de la realidad que compromete, sino también con los
otros principios y, además, con los fenómenos peculiares de estos; aunque
tengan preeminencia los del campo específico sobre los otros, en virtud al
enfoque que se da al hecho u objeto de estudio.
[1] «Obra es lo que el hombre hace
en la alta esfera de la ciencia, del arte, del derecho, de la moral. (…) Obrar
es agrandar la vida sin vivir mucho; es hacerse rico sin agenciar dinero; es
alcanzar poder sin ser poderoso, o, según una expresión célebre: es ser rey
siendo mendigo.» (Barcia, op. cit.: 269-270).
[2] Esta clasificación también la
hace en 7 Ensayos…, al tratar la
poesía de Alberto Hidalgo (1958: 306). También se encuentra en El artista
y la época, al tratar la obra de Rainer María Rilke (op. cit.: 122-123).
[3] César Vallejo decía: «Entre las
mil o más voces simultáneas de un coro, se oye únicamente dos de ellas» (1973:
21).
[4] Iconoclastia que JCM rechazaba:
«nada me es más antitético que el bohemio puramente iconoclasta y disolvente.»
(1958: 198).
[5] El concepto de lo ‘puro’ en el
arte pertenece al dominio ideológico de la burguesía. Y esto lo explica el
mismo JCM en su 7° Ensayo: «José María Eguren representa en nuestra historia
literaria la poesía pura. Este concepto no tiene ninguna afinidad con la tesis
del Abate Brémond. Quiero simplemente expresar que la poesía de Eguren se
distingue de la mayor parte de la poesía peruana en que no pretende ser
historia, ni filosofía ni apologética sino exclusiva y solamente poesía.» (1958:
293). «Clasifico a Eguren entre los precursores del período cosmopolita de
nuestra literatura.» (Op. cit.: 297). «En Eguren subsiste, mustiado por los
siglos, el espíritu aristocrático. Sabemos que en el Perú la aristocracia
colonial se transformó en burguesía republicana. El antiguo encomendero
reemplazó formalmente sus principios feudales y aristocráticos por los
principios demoburgueses de la revolución libertadora. Este sencillo cambio le
permitió conservar sus privilegios de encomendero y latifundista. Por esta
metamorfosis, así como no tuvimos bajo el Virreinato una auténtica
aristocracia, no tuvimos tampoco bajo la República una auténtica burguesía.»
(Op. cit.: 301).
[7] En la primera Tesis sobre
Feuerbach, Marx escribe: «El defecto fundamental de todo el materialismo
anterior —incluido el de Feuerbach— es que solo concibe las cosas, la realidad,
la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como
actividad sensorial humana, no como práctica, no de modo subjetivo. De aquí que
el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al
materialismo, pero solo de un modo abstracto, ya que el idealismo,
naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal.» (Marx-Engels,
1973-1: 7).
[8] Y JCM dice de este poema: «De
las tres categorías primarias en que, por comodidad de clasificación y de
crítica, cabe, a mi juicio, dividir la poesía de hoy —lírica pura, disparate
absoluto y épica revolucionaria—, Hidalgo siente, sobre todo, la primera; y
aquí está su fuerza más grande, la que le ha dado sus más bellos poemas. El poema
a Lenin es una creación lírica (Hidalgo se engaña sólo en cuanto se supone
ajeno a la emoción histórica). Este poema, que ha salvado íntegramente todos
los riesgos profesionales, es a la vez de una gran pureza poética.» (Op. cit.:
306).
[9] En el artículo se dice de Sigrid
Undset que fue Premio Nobel de 1926, y habría que hacer la rectificación
porque, en realidad, fue del año 1928. En 1926 la galardonada fue la italiana Grazia
Deledda.
[10] «El dieciocho Brumario de Luis
Bonaparte», (Marx-Engels, 1973-1: 411). Y Federico Engels, en el «Prólogo» a Contribución a la crítica de la Economía
política, de C. Marx, precisa: «“No es la conciencia del hombre la que
determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su
conciencia”. Es una tesis tan sencilla, que por fuerza tenía que ser la
evidencia misma, para todo el que no se hallase empantanado en las engañifas
idealistas.» (Op. cit: 523).
[11] La época imponía tomar esas
decisiones, para no ahuyentar a las masas obreras y pequeñoburguesas,
inficionadas por la propaganda sistémica, que apunta a horrorizar tergiversando
el vocabulario propio de las fuerzas progresistas: realismo, materialismo, dictadura
del proletariado, etc.; todas son palabras satanizadas y, por supuesto,
desnaturalizadas. Por eso se buscaba morigerar ese espanto usando sinónimos o
eufemismos. Lo mismo ocurrió, en el caso del partido proletario,
marxista-leninista fundado por JCM, viéndose obligado a denominarlo «socialista»
y no comunista, prevención que se había dado en la Europa del novecientos, cuando
se hablaba del «fantasma» que la recorría. Y, ya entonces, los comunistas, a
través de su Manifiesto (cuya
redacción encargaron a Marx y Engels), decidieron zanjar con todos los
socialismos (burgués, pequeñoburgués, etc.) que desviaban la atención de las
masas. Y decidieron asumir su propia denominación: comunismo, que, además,
zanjaba con esos socialismos delicuescentes. Pero en el Perú de la
época de JCM, el atraso político de las masas era tal (y los ataques al
comunismo, por parte de la reacción, incluido el de los apristas, también era
tal) que debió recurrirse a la palabra «socialismo» para denominar al Partido.
Veamos: «las grandes masas del pueblo —dice Marx— ¿cómo habían de ser menos
accesibles a unas ideas que eran el más fiel reflejo de su situación económica,
que no eran más que la expresión clara y racional de sus propias necesidades,
que ellas mismas aún no comprendían y que sólo empezaban a sentir de un modo
vago?» (“Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850”, 1973-1: 197-198).
[12] «.. los ideólogos burgueses —dice
Lenin— y especialmente los pequeñoburgueses, obligados por la presión de hechos
históricos indiscutibles a reconocer que el Estado sólo existe allí donde
existen las contradicciones de clase y la lucha de clases, “corrigen” a Marx de
manera que el Estado resulta ser el órgano de la conciliación de clases. Según
Marx, el Estado no podría ni surgir ni mantenerse si fuese posible la
conciliación de las clases. Para los profesores y publicistas mezquinos y
filisteos —¡que invocan a cada paso en actitud benévola a Marx!— resulta que el
Estado es precisamente el que concilia las clases. Según Marx, el Estado es un
órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es
la creación del “orden” que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los
choques entre las clases. En opinión de los políticos pequeñoburgueses, el
orden es precisamente la conciliación de las clases y no la opresión de una
clase por otra. Amortiguar los choques significa para ellos conciliar y no
privar a las clases oprimidas de ciertos medios y procedimientos de lucha para
el derrocamiento de los opresores.» (El Estado y la revolución).
[13] La
reserva respecto de la «ausencia de contenido» en el nouveau roman, la plantea
Lucien Goldmann, dice: «L’œuvre de Robbe-Grillet pose naturellement beaucoup
d’autres problèmes proprement esthétiques et qui concernent en premier lieu
modifications que le contenu a fait subir à la forme romanesque. Il nous semble
cependant que cette simple analyse du contenu le plus immédiat des écrits de
Nathalie Sarraute et de Robbe-Grillet et du film de ce dernier telle que nous
venons de l’esquisser, suffit déjà à montrer que si on donne au mot réalisme le
sens de création d’un monde dont la structure est analogue à la structure
essentielle de la réalité sociales au sein de laquelle l’œuvre a été écrite,
Nathalie Sarraute et Robbe-Grillet comptent parmi les écrivains les plus
radicalement réalistes de la littérature française contemporaine.» (Goldmann,
1964: 324). [Traducción: ‘La obra de Robbe-Grillet plantea naturalmente muchos
otros problemas propiamente estéticos y que conciernen en primer lugar a
modificaciones que el contenido ha sufrido en la forma novelesca. Sin embargo,
parece que este simple análisis del contenido más inmediato de los escritos de
Nathalie Sarraute y Robbe-Grillet y de su último filme del mismo género que
apenas hemos esbozado, ya es suficiente para demostrar que si le damos a la
palabra realismo el sentido de crear un mundo cuya estructura es similar a la
estructura esencial de la realidad social dentro de la cual la obra fue
escrita, Nathalie Sarraute y Robbe-Grillet se encuentran entre los más
radicalmente realistas escritores de la literatura francesa contemporánea’].
[14] La cita corresponde a un «líder»
de la tendencia oportunista de la izquierda peruana en la campaña electoral de
1985. Y es equiparable a lo sostenido por otro ideólogo de la misma tendencia,
el austríaco Ernst Fischer, cuando dice que: «Marx no nos ha dejado un
repertorio de frases para citar, sino una metodología y una serie de nociones
científico-filosóficas». Es decir, se está aludiendo a los principios, y hasta
aquí no hay desacuerdo. Pero a continuación salta
la liebre: «Las esenciales (nociones, continúa Fischer) son “espléndidas
como el primer día”. Otras se hallan en parte superadas por la realidad». Y,
entonces, cabe preguntar: ¿Cuáles son esas nociones, esos principios «superados»?
(Cf. Fernández Santos, 1969: 117-118).
1 comentario:
Avanza, usted, colega y compañero. Saludos. R. Valcárcel
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