Cuando alguien
escribe sobre un acontecimiento cruel, negativo y hasta absurdo ocurrido en el
pasado, yo suelo ponerme en guardia. Y esto me lo hizo ver Belén Gopegui
–escritora vasca, de obra silenciada, obviamente, entre nosotros– en una
excelente crítica que le hace a La fiesta
del chivo, de Mario Vargas Llosa. Novela esta que, después de leída, hace
exclamar a algunos: ¡Qué horrorosa la tiranía de Rafael Leonidas Trujillo en
República Dominicana, ocurrida antaño!; pero otros preguntamos: ¿y las
atrocidades de Busch y de Obama, hogaño?
Y lo mismo suele
ocurrir con La guerra del fin del mundo,
del mismo Vargas: ¡Qué terrible violencia la de los canudos y la del ejército
brasileño en los últimos años del siglo XIX! ¿Y la violencia de los sionistas
en Palestina y de los mismos civilizados occidentales en los países árabes, en
los siglos XX y XXI?
E igual ocurre
con las versiones cinematográficas o narrativas de la segunda guerra mundial y
sus más destacados protagonistas: los ingleses, los franceses y –como diría
Piero– los americanos, y en el lado opuesto el nazi-fascismo con, por
supuesto, Hitler y Mussolini (los soviéticos son actores de segunda, extras,
metiches y –bueno– con una sola vela en el entierro). Con la reiteración de ese
hecho siempre me tinca que se busca hacer un juego de espejos: ¡cuántos
millones de judíos muertos! Y entonces surge la conclusión del silogismo: los
muertos del presente, localizados en países aislados, hacen un número exiguo,
comparados con aquel holocausto. Es más cómodo ver la paja en ojo ajeno. Es
como si se dijera que los horrores del pasado minimizan los del presente.
Y, ante esa
superposición de imágenes, a uno le dan ganas de retrucar: Oye, pero si en esa
época no existía Israel como país o Estado; los países agredidos, y con más
millones de muertos, fueron casi todos los Estados europeos (con excepción del
Vaticano, aliado entonces de Hitler; y no olvidemos que fue Mussolini quien le
dio status de Estado, en 1929; independiente de Italia. Los Pactos de Letrán son firmados por la Santa Sede
y Benito Mussolini, primer ministro del Reino de Italia con poderes
dictatoriales).
Y hago reflexión
de todo esto, después de leer la novela El
carnicero de Lyon, de Manuel Lasso, peruano residente en USA. Sin lugar a
dudas, existe un solo personaje con ese apelativo que da título a la novela. Y
no es otro que Klaus Barbie, el tristemente célebre miembro de las huestes
hitlerianas que tantos crímenes cometiera no solo en Lyon, Francia, sino por
todos los lugares por donde sus botas –equivalentes a los cascos de Atila– no
dejaban crecer la yerba. Y mi primera reacción fue como aquella: ¿y ahora dónde
lo pongo, si ya sabemos quién fue y cómo actuó y a cuántas personas asesinó? Y
estuve tentado de abandonar la lectura. Pero –y es virtud del novelista– el
personaje histórico y su anécdota pasaron a un segundo plano; el informe
periodístico, el dato sociológico, las cifras estadísticas se esfumaron para
dar paso a la acción y la pasión del personaje literario. Las palabras (como
las imágenes en movimiento del cine) dan vida a otro ser. Del personaje
histórico se nos dice que mató a cientos de personas en Europa o en Bolivia o
en Perú, y nos horrorizamos por la magnitud del siniestro; pero al personaje literario
lo vemos torturar y eliminar a sus víctimas, pero además lo vemos reírse de
eso, vanagloriarse de eso y adorar a los jefes que le dieron la orden, y
justificarse a sí mismo y, de paso, a ellos, con el rostro impasible y la
conciencia sucia con la cruz gamada destilando sangre.
Pero la
inveterada costumbre de no dejarnos obnubilar por la destreza técnica del
narrador, nos lleva a preguntarnos, otra vez, ¿y ahora dónde lo pongo? Y es
entonces que surge la responsabilidad del lector literario. ¿Me contento con la
simple anécdota?, ¿es esa la intención de esta novela, y es que está tomando el
tema como pretexto para hacer alarde de su virtuosismo técnico? o, por último, ¿hay
un mensaje oculto, subyacente en esa estructuración? De ser así, ¿cuál es ese
mensaje?: ¿otra vez “llorar sobre leche derramada” para minimizar la sangre
vertida hoy con similar ensañamiento por otros carniceros, clones siniestros de
aquel de Lyon?
Y lo que hago es
interpretar, a partir de los elementos proporcionados por la misma novela. Y
veo abrirse una doble perspectiva. Por un lado, la que sugiere el propio
protagonista, de convertirse en modelo para otros esbirros en América
(especialmente, Bolivia y Perú), es decir, buscar el amparo de regímenes
similares al suyo para que lo blinden y serles útil en sus respectivos países.
Por eso, cuando se entera que los servicios de inteligencia de Israel le siguen
los pasos como perros de presa: “Klaus siguió tosiendo, muy rubicundo,
inhalando el aire con un silbido y con los ojos que se le salían, pero dio un
último tosido y se calmó. Pensó que si la Mossad iba a secuestrarlo en La Paz o
en Lima tendría que ponerse en los tobillos un collar con púas de acero como
los de su doberman, para que a sus captores no les fuese tan fácil
aprisionarlo.”
Y, por otro
lado, se abre la otra perspectiva (a la vez sorpresiva) de las luchas populares
(que tienen un único cordón umbilical que las une en todo el mundo), a partir
del capítulo 15, se abre un nuevo frente narrativo: los republicanos españoles
que, casi paralelamente, llegan a refugiarse en América. Y se constituyen en
adoctrinadores de esas luchas (no olvidemos la participación de Alberto Bayo
Giroud en los preparativos de la revolución cubana). Y uno de esos españoles,
Iván Gonzales –protagonista del capítulo 15–, encuentra apoyo en el peruano
Anselmo Sánchez y en su hija Manuela, siendo esta última quien tiene en sus
manos la oportunidad de ajusticiar al “carnicero de Lyon”, convertido en
“carnicero de Lima” (empleándose como fámula en casa de este), luego de que su
padre fuera victimado por la policía secreta “peruana” asesorada por Klaus
Barbie. La performance de este no solo lo convierte en “el carnicero de Lima”,
sino de toda América Latina. Cada una de nuestras dolidas repúblicas ha tenido
un Klaus Barbie en su historia. Es pertinente mencionar sólo a los más feroces:
Rafael Leonidas Trujillo, Rep. Dominicana (1930-1961); Anastasio
Somoza, Nicaragua (toda una dinastía: 1937-1956); Gustavo
Rojas Pinilla, Colombia (1953-1957); Francois Duvalier, Haití
(1957-1971); Carlos Castillo Armas, Guatemala (1954-1957); Fulgencio Batista,
Cuba (1952-1959); Humberto Branco, Brasil (1964-1967); Hugo Banzer, Bolivia
(1971-1978); Alfredo Stroessner, Paraguay (1954-1989); Juan María Bordaberry,
Uruguay (1972-1976); Augusto Pinochet, Chile (1973-1990); Alberto Fujimori,
Perú (1990-2000). Sin mencionar, por obvios, a los que han gobernado USA, lo
cierto es que cada cual se empeñó en ser una “versión mejorada” de su común
padre putativo.
Pero Manuelita
Sánchez y su padre y los milicianos españoles y todos los mártires de esos
carniceros en Nuestra América son nuestros padres y madres apodícticos.
Nosotros somos herederos de las víctimas de esos carniceros. Si muchos de ellos
fracasaron en su intento justiciero (como es el caso de Manuelita Sánchez, en
la novela), con ese solo intento queda abierta la posibilidad de que otras
Manuelitas Sánchez continúen con ese objetivo supremo de alcanzar justicia (sin
olvido ni perdón) en contra del nazi-fascismo, porque si bien el “carnicero de
Lyon” murió viejo y loco en su cárcel perpetua, sus herederos siguen adosando a
su actividad carnicera el nombre de los pueblos que luchan por acabar con la
ideología de los Hitlers y Mussolinis que gobiernan el mundo como líderes del
ultra capitalismo liberal: el más feroz carnicero de la Historia Universal.
1 comentario:
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