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martes, 25 de enero de 2011

Nelson Manrique: “Sobre héroes y tumbas: Alfredo Torero y José María Arguedas”

Vale más canción humilde que sinfonía sin fe. J.C.
"Si no vives para servir, no sirves para vivir" es el lema de
http://www.mesterdeobreria.blogspot.com/


De izquierda a derecha: Ciro Alegría, José María Arguedas y
Antonio Cornejo Polar 

2011: AÑO DEL PRIMER CENTENARIO DE VIDA DEL AMAUTA JOSÉ MARÍA ARGUEDAS



Alfredo Torero es uno de los intelectuales peruanos de mayor valía del siglo XX y su contribución a la comprensión de la historia social andina es fundamental. Estudió derecho en San Marcos y lingüística en la Sorbona, en París. Decidió abordar la historia social andina utilizando la lengua como fuente histórica para entender procesos histórico-sociales fundamentales.

Reconstruir la historia social andina plantea un reto metodológico. Las sociedades andinas no desarrollaron una escritura que permitiera contar con documentos que narren su historia. De acuerdo con la concepción tradicional, según la cual la historia comienza con la escritura, las sociedades andinas precolombinas serían “prehistóricas”. Y, sin embargo, al momento de la conquista eran ampliamente superiores a Europa en varias ramas fundamentales, como la agricultura, la medicina, la organización política estatal, etc. Están en juego 3000 años de historia de las altas civilizaciones andinas. El aporte de Alfredo Torero para reconstruir esta historia es fundamental.

¿Cómo hacer una historia sin textos? Todo producto humano puede ser leído como un texto histórico. De esa manera se utilizan los ceramios, los textiles, las esculturas, las edificaciones, los restos funerarios, etc., como evidencias históricas que contienen una información valiosa.

La lengua, en tanto producto cultural, puede ser también usada como una fuente histórica; el problema es cómo utilizarla. La forma como Alfredo Torero lo hizo constituye el meollo de su aporte más perdurable. Utilizando la glotocronología léxico-estadística, un método que permite determinar si dos lenguas contemporáneas están emparentadas o no y, de estarlo, hace cuánto tiempo que se separaron del tronco lingüístico común, pudo reconstruir la historia de dos de los tres idiomas generales del Perú: el quechua y el puquina, determinando sus fases de dispersión, su proceso de dialectización y la emergencia de lenguas distintas, ininteligibles entre sí. Las implicaciones de este trabajo son trascendentales. La expansión o contracción del área de dispersión lingüística de una lengua tiene una evidente correlación con la expansión o la contracción de la influencia de la sociedad que la habla, sea esta económica, social, política, cultural o religiosa. El trabajo de Alfredo Torero permite pues tener una visión dinámica de la forma cómo las distintas sociedades andinas ocuparon el espacio de los Andes e impusieron su dominación sobre la naturaleza y sobre otros pueblos, sea por conquista militar, económica o religiosa. Correlacionando sus resultados con los de las investigaciones de Martha Hardmann sobre el aymara surge un conjunto de hipótesis revolucionarias que obligan a repensar todo lo que sabemos sobre la historia social precolombina, incluida la supuesta filiación quechua de los incas del Cusco. Torero comparó sus resultados con los testimonios de los cronistas de la conquista y echó luz sobre cuestiones desconcertantes, como el hecho de que cincuenta años después de la conquista la ciudad del Cusco fuera una isla de quechua en medio de un mar de pueblos aymara parlantes (tiempo después pude comprobar que también en Arequipa, y en particular en el Valle del Colca, el aymara seguía teniendo una muy fuerte presencia aún en el siglo XVII). Su trabajo ha sido singularmente fecundo, aunque por desgracia muchos de los que lo han utilizado no han reconocido su deuda intelectual con él.

JOSÉ MARÍA

“¿Ha leído usted mi última novela?”. José María Arguedas se había detenido, volvió sobre sus pasos, y tímidamente me planteó esa pregunta. “No doctor, aún no”. “Entonces, me gustaría obsequiársela”. Nos dirigimos a su viejo Volswagen y sacó un ejemplar de Todas las sangres. “¿Cómo apellida?”, me preguntó. A continuación escribió muy serio: “Para el señor Nelson Manrique, con el aprecio de José María Arguedas”. Me entregó el libro, se despidió con esa su sonrisa única y se marchó a su oficina.

Yo estaba boquiabierto. Estaba en el Centro Federado de Ciencias Sociales en la Universidad Agraria cuando él asomó. No recuerdo a quien estaba buscando, pero yo estaba solo en el local. Tampoco recuerdo cómo se inició la conversación, aunque después supe que era muy fácil hablar con él. Empezó a conversar con tal simpatía que se me quitó la timidez y charlamos animadamente de muchas cosas de las cuales no guardo memoria. Le interesó saber si era provinciano y se animó aún más cuando le conté que era huancaíno. Por entonces yo ignoraba que él había vivido en Huancayo cuando estudió la secundaria. En algún momento le dije que estaba sorprendido de su incapacidad de sentir odio. Esto le intrigó y me pregunto por qué. “Imagino que El Sexto es autobiográfico, doctor Arguedas”, le dije. “Sí, completamente –contestó-, ¿por qué?”. “Porque no se cómo después de haber vivido todo eso usted puede estar tan limpio de rencor”. “¡Qué alivio!”, me contestó con una gran sonrisa. “Pensé que se refería a otra cosa. Durante un tiempo fui director de la Casa de la Cultura y eso me trajo unos dolores de cabeza que usted no se imagina”. Sólo tiempo después supe de su primer intento de suicidio, en la Casa de la Cultura.

Corría junio de 1968 y José María Arguedas era ya una figura intelectual de primer orden. En la facultad lo veíamos a diario, yendo a clases, a su oficina, o buscando a sus dos grandes amigos, Manuel Moreno Jimeno y Alfredo Torero. Lo admiraba, como todos, pero esa era la primera vez que conversaba con él. Después de un rato terminamos la plática, nos despedimos y empezaba a irme cuando me llamó y me obsequió su novela autografiada. ¡Y era la primera vez (felizmente no la última) que conversamos!

ALFREDO

Estaba en Piura cuando recibimos la noticia de que José María Arguedas se había pegado un tiro. Algunos estudiantes de la Agraria habíamos decidido dejar la universidad para irnos a trabajar con los campesinos, cuando la reforma agraria empezaba. La noticia nos dejó aturdidos. Estaba con Rosita Guerra cuando nos enteramos. Su primera reacción fue: “¡Cómo va a afectar esto a Alfredo Torero!”. Yo sabía que los dos eran muy buenos amigos pero ignoraba hasta qué punto Alfredo se sentía aislado, por razones ideológicas, en la universidad, y en qué medida ambos habían sido durante esos años un respaldo uno para el otro. Sólo años después, cuando nos hicimos amigos, supe cuán entrañable había sido la relación entre los dos. “El muy bandido se las arregló para hacerme recorrer el lugar donde iba intentar suicidarse, horas antes de hacerlo. ¡Dos veces!”, me contó Alfredo risueñamente un día. Después supe que Arguedas le había confiado los sobres con sus cartas póstumas, en la oficina donde un momento después se dispararía el balazo definitivo.

Siempre me sorprendió que nunca se tutearan, y que conservaran el formal trato de “usted”, pero creo que eso correspondía a la formación de José María Arguedas. Con Alfredo llegamos a tutearnos, a pesar de que nos separaba la edad; es evidente que se sentía cómodo con el trato en confianza, pero él entendía que para Arguedas era fundamental la cortesía serrana que había aprendido en su infancia.

Alfredo Torero es, con el mayor derecho, una de las personas a las que puedo llamar mi maestro. Curiosamente fue mi profesor apenas dos semanas, hasta que un receso universitario canceló definitivamente el curso de Introducción a la Lingüística que había empezado a enseñarnos. Pero, cuando decidí virar desde la sociología hacia la historia, él fue quien me guió en las lecturas imprescindibles. Fue el interlocutor con el que pude articular una visión del país que me sirvió para comenzar. Tuve la suerte de tener excelentes profesores, pero con el tiempo uno descubre que lo esencial se aprende de los maestros; aquellas personas que ejercen una influencia definitiva en nosotros.

SOBRE HÉROES Y TUMBAS

Alfredo Torero fue para mi generación un maestro de ciencia y de vida. Su honestidad, integridad y valor fueron la demostración práctica de que siempre se puede ser coherente con aquello en que uno cree, a pesar de lo difíciles que puedan llegar a ser las circunstancias. De una manera u otra siempre estuvo más bien solitario. No lo buscaba, pero tampoco le temía a la soledad. Afrontó los últimos años con la misma integridad con que vivió toda su vida.

Conversé por teléfono con él pocas semanas antes de su muerte. Sabía que su cáncer era terminal. Estaba solo en Holanda, desconocía el idioma y no sabía qué iba a ser de él, pero mantenía la entereza de siempre. Por fortuna, sus hermanas pudieron llevarlo a Valencia y murió acompañado de sus seres queridos, entre gente que hablaba su idioma. Con él murió su ilusión de poder retornar al Perú. Una deuda más que reclamarle al Perú oficial.

La vida tiene ironías y para mí una de ellas es que la muerte sea motivo para volver a asociar a José María y Alfredo. José María Arguedas empieza a tener el reconocimiento que merece, pero su cadáver no tiene descanso. En su “¿Último diario?” (el mismo que le confió a Alfredo y en que dejó testimonio de su cariño por él) dejó instrucciones muy detalladas sobre lo que quería que se hiciera con su cuerpo. Entre ellas no figura que se trasladaran sus restos.

Alfredo Torero murió solo, lejos del país que amaba y al que le dedicó todo su trabajo, desconocido para la mayoría de los peruanos, que ni siquiera tienen idea de la magnitud de la pérdida que significó su muerte para todos, y que ignoran la envergadura de su legado intelectual. Ojalá algún día se le brinde el homenaje de estudiarlo, de aprender de su inimitable magisterio. Que no sea su destino el que sus restos mortales se conviertan en un botín en disputa. Porque si no se trabaja por difundir y desarrollar sus ideas, los héroes culturales terminan siendo fetiches, útiles para las ceremonias oficiales, despojados de lo que los pone por encima de su terrena mortalidad: su rol de guías permanentes de sus colectividades.

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