Cuando
el día 13 de julio me enteré del lamentable deceso de Miguel Gutiérrez Correa,
cumplí con el penoso deber de difundir tan infausta noticia por los medios de
que dispongo en Internet, y de hacérselo saber a mis estudiantes de la
Universidad Nacional de Piura. Sin embargo, me abstuve de expresar lo que
sentía en torno a ese hecho. Y pensé que, igual, no era pertinente hacer un
recuento de mi amistad con él, y mucho menos lo era referirme a las diferencias
que, en los últimos tiempos, nos habían distanciado, especialmente en el
terreno de las ideas, tanto poéticas como políticas. Esto último, además, ya lo
había hecho conocer en algunos medios físicos y virtuales. Y, por otro lado,
sobre dichas diferencias, para entonces no hacía mucho que se había editado el
libro en el que reúno esas apreciaciones.[1] Y este libro, reitero, publicado
varios días antes del óbito de Miguel, seguramente ya figuraba (como ocurre hasta
ahora) en las librerías virtuales con que trabaja la editorial, difusión en la
que no me asiste la menor intervención.
Lo
que me mueve, ahora, a opinar sobre este lamentable suceso, no es, pues, hacer
resaltar la edición del libro aludido (que, por lo demás —insisto—, solo se
difunde en ciertas librerías virtuales, de cuyo nombre no quiero acordarme), ni
tampoco pormenorizar hechos o anécdotas de la amistad que me unió a Miguel. Lo
hago solo para cuestionar el mal apelativo que se le ha adosado, al menos por
dos comentaristas de un diario de la capital[2], en sendos artículos que
aparecen el mismo día: «El viejo saurio ha partido» (de Raúl Mendoza) y «El
viejo saurio» (de Alonso Cueto). Ambos artículos, obviamente, hacen referencia
al título de la primera novela de Miguel. Y ni siquiera aluden a uno de los
personajes de sus tantas novelas, como podría ser Martín Villar, de quien el
autor —en cierta forma— es su alter ego.
Es como si alguien se hubiera referido a Gabriel García Márquez, al momento de
su fallecimiento, llamándolo «el patriarca» en alusión al personaje de El otoño del patriarca, que es todo lo
que se quiera pero menos un personaje positivo o edificante con cuyo apelativo
el autor se hubiera podido sentir halagado.
En
el caso de Miguel es una denominación que —a riesgo de incurrir en ucronía—
estoy seguro que a él le habría sabido a «chicharrón de sebo». Una
interpretación del título de esa primera novela de Miguel, es que con él se
hace referencia a la «retirada» del desierto que rodeaba a la ciudad de Piura
en la década del cincuenta del siglo pasado, por el empuje no solo del
crecimiento poblacional sino también de la decadencia en que había degenerado
la clase terrateniente y oligárquica, que incluye a los representantes del
clero (satirizados en la obra), y que había dominado a Piura desde la colonia; y,
por tanto, alude no solo al desierto sino también a esta clase social que, como
los lagartos, pacazos, iguanas y lagartijas (habitantes representativos del
desierto, compendiados en la sinécdoque de mencionar a la parte por el todo, en
la escueta expresión «saurio») estaban en retirada por el crecimiento de la
ciudad y por el despertar del pueblo.
Por
lo demás, El viejo saurio se retira
no es un título que perteneciera a Miguel. Le fue sugerido por Carlos Milla
Batres, el editor, para reemplazar a «Ejercicios espirituales» que era el
título original, por considerar el editor que este era poco atractivo y de nulo
efecto para el marketing. Esta aclaración, si mal no recuerdo, creo haberla leído
en alguno de los escritos de reflexión de Miguel, y de no ser así, pues sí
recuerdo haberla escuchado de su propia voz. Lo cierto es que no deja de ser un
buen título, pero en el sentido arriba señalado, como recusación de la Piura
patriarcal, clerical y pacata. Y de ninguna manera atribuible a su autor. A
este más bien lo denigra. Resulta ser un recurso de muy mal gusto. Y el uso de
ese título puede obedecer —por decir lo menos— ya sea a que no se ha leído la
novela de la que proviene o que de haberlo hecho no se lo ha sabido interpretar
en su verdadera dimensión.
Por
mi parte, pese a las diferencias ya señaladas, nunca he dejado de considerar a
Miguel en su exacta valía como narrador y como pensador, aunque, repito, no
esté de acuerdo con sus opiniones ideológicas o gustos estéticos vertidos en
gran parte de su obra narrativa y ensayística. Debo, sí, manifestar, que
siempre me sentí honrado de ser su amigo. Y en mérito a esa amistad, he creído
necesario hacer esta aclaración, que espero sea tomada en ese único sentido, muy
lejos de cualquier interés mezquino que —interesadamente— se me quisiera
atribuir.